La belleza del Corazón de la Virgen María

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Esta semana hemos celebrado la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María: una realidad de pureza y santidad –descrito en el dogma de fe proclamado por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854 en la bula Ineffabilis Deus– que nos recuerda que fue preservada de todo pecado desde su concepción.

La Virgen María, la llena de gracia, fue redimida «de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo» (Lumen gentium, 53). Desde el primer instante de su concepción, María gozó siempre de la plenitud de la gracia. Por eso es «la única criatura humana sin pecado de la historia», como expresó el Papa Francisco durante el ángelus del año pasado cuando celebraba esta solemnidad.

Ya en junio de 1996, el Papa san Juan Pablo II afirmó que Cristo «realizó precisamente en María el acto de mediación más excelso, preservándola del pecado original». Acudiendo al testimonio del beato fray Juan Duns Scoto, sostuvo que de este modo «introdujo en la teología el concepto de redención preservadora, según la cual María fue redimida de modo aún más admirable: no por liberación, sino por preservación del pecado».

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Adviento: tiempo de espera, esperanza y fortaleza

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«El Adviento nos invita a detenernos, en silencio, para captar una Presencia. Es una invitación a comprender que los acontecimientos de cada día son gestos que Dios nos dirige, signos de su atención por cada uno de nosotros». Estas palabras del Papa Benedicto XVI, pronunciadas en noviembre de 2009, nos incitan a escribir un diario interior entre Dios y nosotros para abrazar la certeza de su presencia, a las puertas de este tiempo que hoy comenzamos. Y en esta preparación de la venida del Emmanuel –Dios con nosotros–, levantamos nuestros ojos al Cielo para descubrir el cumplimiento de la promesa del Padre.

El Señor desea hablarnos al corazón, llevarnos al desierto y seducir nuestra alma hasta hacerla completamente suya (cf. Os 2, 16); para purificarnos con el perfume de la humildad, iniciar una nueva vida con nosotros y anunciarnos para siempre la salvación. Él quiere hacernos suyos, pero sin forzarnos, y nos pide que nos dejemos moldear a su modo: «Porque mucho vales a mis ojos, eres precioso y yo te amo (…) No temas, porque yo estoy contigo» (Is 43, 4-5)

El Adviento es un tiempo de espera, de esperanza y de fortaleza.

Comienza con la presencia callada del Señor, quien espera tantas veces de manera velada pero real, porque desea ayudarnos a ver el mundo desde su mirada. En esta espera, a la luz de la conversión y la gracia, descubrimos –una vez más– el gran secreto de Jesús; y es que, con Él, podemos empezar cada día y nunca es demasiado tarde si caminamos a su lado.

Su promesa de esperanza supera nuestra capacidad de comprensión, pues «Dios se esconde en las situaciones más comunes y corrientes de nuestra vida», como expresaba el Papa Francisco durante el Ángelus del año pasado en su mensaje para el Adviento. Por ello, no se hace presente «en acontecimientos extraordinarios», sino más bien «en cosas cotidianas». Y ahí, «en nuestro trabajo diario, en un encuentro fortuito, en el rostro de una persona necesitada, incluso cuando afrontamos días que parecen grises y monótonos», justo ahí está el Señor, confesaba el Papa, «llamándonos, hablándonos e inspirando nuestras acciones». La esperanza es la virtud que sostiene el alma, como tiempo de purificación y de transformación. Entonces, si el Señor es nuestra luz y nuestra salvación, si Él es la defensa de nuestra vida, como reza el Salmo 26, ¿a quién hemos de temer y quién podrá hacernos temblar?

Y el Adviento es un periodo de fortaleza, para renacer –con Cristo– en medio de las adversidades, fragilidades y vicisitudes que a veces ensombrecen el camino. Él nos acompaña con su gracia, dándonos la fuerza necesaria para levantarnos y convertirnos a Cristo, a su Evangelio, a su mandamiento de amor. Por eso es tan importante la fe en estos tiempos que vivimos, para no ceder al peso del fracaso, de la caída o de la prueba. Como nos enseñó san Pablo, en nuestra debilidad sobreabunda la gracia de Dios; porque ya no depende todo de uno mismo, sino de lo que el Padre realiza en medio de la prueba: «Tres veces he pedido al Señor que me saque esa espina, y las tres me ha respondido: “Te basta mi gracia, pues mi poder triunfa en la flaqueza”. Con gusto, pues, presumiré de mis flaquezas para que se muestre en mí el poder de Cristo» (2 Cor 12, 8-9). Es más, en esa intimidad del desamparo, el amor de Dios nos sana y resucita: «Por esto me alegro de mis flaquezas, de los insultos, de las dificultades, de las persecuciones, de todo lo que sufro por Cristo; pues cuando me siento débil, es cuando soy más fuerte» (2 Cor 12, 10).

Dios ha tomado nuestra carne para responder a las preguntas que nadie nos puede responder; las del dolor, las de la prueba, las del sentido último de la vida. El Adviento nos prepara para ello y nos recuerda que el Reino de los Cielos está cada vez más cerca, y Cristo continúa llenando de luz cualquier lugar e ilumina a cuantos atraviesan las tinieblas del sufrimiento (cf. Lc 1, 79).

Le pedimos a María, Madre de la Esperanza, la humilde sierva del Señor, que nos ayude a encontrarnos con su Hijo Jesús en este tiempo de espera, esperanza y fortaleza, así como con cada uno de nuestros hermanos más necesitados en este camino de humildad y de amor. La Vida, una vez más, se hace visible en su verdad más profunda desde el Amor (cf. 1 Jn 1, 2).

Con gran afecto, os deseo un feliz tiempo de Adviento.

El Reino de la justicia, el amor y la paz

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

La solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, conmemora que Cristo es el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin (cf. Ap 22, 13), el Pastor de la Iglesia peregrina hacia el Reino de Dios que alcanzará su plenitud en el cielo.

Hoy, el Amor derramado por entero vuelve a escribirse con los tintes de la esperanza, de la vida entregada en plenitud, de la eternidad.

Esta fiesta que celebramos hoy, instituida por el Papa Pío XI en el año 1925, expresa el sentido de consumación del plan amoroso de Dios, con el comienzo de la época de Adviento: un tiempo de espera y expectación ante la llegada del Rey de Reyes, Jesucristo. Con el Adviento comenzará un nuevo año litúrgico en la Iglesia, y su sentido nos alienta en este sendero de plenitud.

El Reino de Cristo es eterno y universal, abraza la justicia, el amor, la santidad y la paz en el servicio por encima de cualquier barrera, y es para siempre y para todos los que deseen ser parte de su Cuerpo y de su Sangre. Y como verdadero Rey del universo, lo gobierna y renueva todo, para poder entregar al final la Creación al Padre, como Reino de santidad y justicia, «para que Dios sea todo en todos» (1 Co 15, 28).

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No apartes tu rostro del pobre

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, por séptima vez desde que la instituyó el Papa Francisco, celebramos la Jornada Mundial de los Pobres: un signo copioso de la misericordia del Padre, una cita que sella –de principio a fin– nuestro compromiso con los preferidos de Dios.

Hacer del Evangelio nuestra hoja de ruta solo adquiere un sentido verdadero cuando comprendemos que el Reino de Dios es la bienaventuranza que sana y salva a todos y de modo particular a los más necesitados. La Buena Noticia proclamada por el Señor supone el triunfo verdadero sobre todo lo que nos impide ser y vivir hasta el fondo la filiación divina. Una victoria que alcanza su plenitud en los más débiles, en aquellos que sufren cualquier tipo de pobreza, la enfermedad, la soledad, la angustia o la marginación. Nosotros también estamos en este grupo de pobres y necesitados. Y, si no nos damos cuenta es que, además de pobres, estamos ciegos.

No apartes tu rostro del pobre (Tb 4, 7), reza el lema de este año para una Jornada que nos ayuda a «captar la esencia de nuestro testimonio», tal y como expresa en su carta el Papa Francisco. Y lo cuenta mediante una escena familiar: «Tobit despide a su hijo Tobías, que está a punto de emprender un largo viaje. El anciano teme no volver a ver a su hijo y, por ello, le deja su testamento espiritual». Tobit había sido deportado a Nínive y se había quedado ciego tras llevar a cabo un acto de misericordia, «por lo que era doblemente pobre». Pero siempre había tenido una certeza, expresada en el sentido que su nombre significaba: «El Señor ha sido mi bien». Este hombre, que siempre confió en el Señor, tal y como relata el Papa, «no desea tanto dejarle a su hijo algún bien material, cuanto el testimonio del camino a seguir en la vida, por eso le dice: “Acuérdate del Señor todos los días de tu vida, hijo mío, y no peques deliberadamente ni quebrantes sus mandamientos. Realiza obras de justicia todos los días de tu vida y no sigas los caminos de la injusticia” (4, 5)».

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Día de la Iglesia diocesana

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«Un día me puse a pensar cuál será el último puesto que puede haber en el mundo. Y descubrí que el último puesto es a los pies de Judas. Y quise colocarme yo allí, pero no pude, porque allí estaba Jesucristo arrodillado lavándole los pies. Desde entonces creció mi aprecio por la humildad».

Tras estas palabras que pronunció san Francisco de Borja y que dejan paso a un tímido y fecundo silencio, deseo recapitular dónde nace lo verdaderamente importante de la fiesta que hoy celebramos: el Día de la Iglesia Diocesana.

Esta casa que nos cobija y nos reúne bajo el manto misericordioso del Señor es un hogar donde nos pertenecemos mutuamente y donde las alegrías y los padecimientos de nuestros hermanos son, también, los nuestros.

Por eso, nuestra alegría como Iglesia Diocesana es dejarnos afectar por la pena o la alegría de aquel que está sentado a nuestro lado, aunque apenas diga nada de aquello que le conmueve; es hacernos prójimos dejando en casa un universo entero de incertidumbres; es abandonarlo todo porque alguien necesita una palabra de aliento, un gesto de fe o un abrazo eucarístico que dé sentido a su vivir.

La alegría de nuestra fe no consiste en hablar de nosotros mismos y de todo cuanto construimos con nuestras propias manos, sino que se trata de reforzar el sentimiento de pertenencia al corazón compasivo del Padre.

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Parroquia Sagrada Familia