«La Palabra de Dios ilumina el camino»

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy celebramos el Domingo de la Palabra de Dios, una invitación a escuchar con atención, cuidado y delicadeza la Palabra que Él nos dirige para, así, responder a su infinito amor con agradecimiento, entusiasmo y esperanza.

El lema Permaneced en mi Palabra, tomado del evangelio según san Juan (cf. Jn 8, 31), nos anima a abrir nuestros corazones hasta que el Espíritu Santo los ilumine y seamos capaces de escuchar la voz de Cristo en lo más profundo de nuestra alma.

En medio del remolino existencial en el que nos encontramos, es esencial hacer un ejercicio de escucha orante y de lectura creyente de la Palabra de Dios. Una Palabra que no solo se puede meditar personalmente, sino que es iluminada de modo particular al calor de una comunidad que vive bajo el abrazo de la fraternidad.

En este domingo de «celebración, reflexión y divulgación de la Palabra de Dios» (Aperuit illis, 3, Papa Francisco), no olvidemos que el Señor jamás realiza su misión en solitario, sino que se rodea de personas que embellecen poco a poco el rostro de la Iglesia.

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«Hacia un mañana que nos renueve en el Amor»

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«Es necesario crear una cultura que en lugar de pensar en cómo dejar a los niños de lado, excluidos con paredes y cerraduras, se preocupe por ofrecer cuidados y belleza». Con estas palabras pronunciadas por el papa Francisco en 2018 en el Instituto de los Inocentes de Florencia, el Santo Padre reclamaba una vida digna para los más pequeños: «A los débiles, especialmente a los niños, hemos de darles lo mejor que tenemos».

Hoy, cinco años más tarde del citado discurso, sería preciso reiterar su mensaje a esta humanidad tan necesitada de atención y cuidado. Cuando celebramos hoy la Jornada de la Infancia Misionera, reavivamos esa invitación a ayudar a los niños, «especialmente a los que no tienen lo necesario para vivir o no conocen a Dios», tal y como señalan desde Obras Misionales Pontificias.

El lema –Comparto lo que soy– implica a todos, niños, jóvenes y adultos, y desea recordar nuestra vocación bautismal como misioneros para ayudar a quienes menos tienen, con nuestra oración y nuestra ofrenda, para que los misioneros continúen proveyendo educación, salud y formación cristiana a más de 4 millones de niños en 120 países del mundo.

Compartir lo que somos supone caminar hacia un mañana que nos renueve en el Amor; un amor vivido en el abrigo acogedor de una comunidad que no deja a nadie a un lado, que comparte hasta lo último que tiene y rompe con la barrera del individualismo porque desea entregarse hasta la última gota, como lo hizo el Señor Jesús.

Cada persona es creada a imagen y semejanza de Dios, y solo haciéndonos como niños podremos habitar la morada celestial (cf. Mt 18, 1-3) Y este mandamiento, esencial en el credo que nos hermana, no puede ser sustituido por ninguno de los demás. Un detalle que no solo refleja nuestra misión, sino también nuestra cultura: «Una cultura –sostiene el Papa Francisco– que reconozca en todos los rost­­­­­ros, también en el de los más pequeños, el rostro de Jesús». En este sentido, «debemos imaginar que nuestros pobres tienen una medalla rota, y que nosotros tenemos la otra mitad».

Qué importante es, en medio de tanto ruido, el cuidado de la infancia y la adolescencia para forjar una humanidad verdadera y plena. Por eso, el carisma de la Infancia Misionera propone y testimonia el Evangelio en cualquier lugar de la Tierra donde haya un solo niño necesitado.

Porque cuidar no es solo proteger, es también entregarse, darse por entero aun cuando se agotan las fuerzas. Es lo que hacen los misioneros y que hemos de hacer, también, cada uno de nosotros: hasta vivir plenamente el discipulado misionero, a la luz del Espíritu Santo y a imagen y semejanza de Jesús.

Ojalá tengamos muy presente, cada día de nuestra vida, que nuestras manos han de ser las del Señor. Seamos discípulos de corazón misionero y evangélico, atravesemos los muros del egoísmo, recorramos los corazones varados en tantos desiertos que nos rodean sin apenas luz, vistamos a los desnudos de fe, vayamos a donde nadie quiere estar para ofrecer compañía, abramos caminos de esperanza, desatemos tantos sueños mudos y quebremos muros imposibles.

Santa Teresa del Niño Jesús, patrona de las Misiones, dedicó su existencia a orar y a entregarse por los sacerdotes, especialmente los misioneros. Su sencillez, sin salir siquiera del convento, manifiestan que la oración es el abrazo eterno que anhela la Iglesia para desarrollar la labor misionera cada día. Ella, nuestra intercesora para recordar a los misioneros, nos lleva a esos rincones tan necesitados del Evangelio de la misericordia y del amor.

Le pedimos a la Virgen María, mediante la intercesión de Teresita de Lisieux, que nos ayude a ser promotores del carisma y la espiritualidad de la Infancia misionera. Para que podamos testimoniar, sin complejos y sin miedos, con los más necesitados en el centro de nuestro corazón, las palabras que esta santa dejó escritas con el reflejo de su vida: «En el corazón de la Iglesia, yo seré el Amor».

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

«El Bautismo y la vocación cristiana»

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy conmemoramos el Bautismo de Jesús: el día en el que san Juan Bautista, a orillas del río Jordán, proclamó a Cristo como Cordero de Dios y se manifestó la presencia del Padre con el Espíritu Santo junto al Señor (Mt 3, 13-17). La imagen del cordero era bien conocida para el pueblo hebreo. Su sacrificio les libró de la esclavitud de Egipto y comenzaron el camino de la libertad hacia la Tierra prometida.

Desde aquel momento, el Bautismo convierte a las personas en miembros del Cuerpo de Cristo, del Pueblo de Dios, es decir, de la Iglesia. Los bautizados somos, por tanto, discípulos de Jesús, con una misión que guía nuestras vidas y consiste en aprender a amar como Él nos ama y anunciar en todos los ambientes la misericordia de Dios y la vida que Él otorga.

El agua del río Jordán purifica el corazón de toda la humanidad. Así, Jesús nos otorga la filiación divina y nos enseña a dirigirnos a Dios como Padre, fuente de la verdad y del amor, que nos capacita para edificar una sociedad justa y fraterna, donde todos tienen cabida en la mesa generosa que Él nos regala.

A Dios le basta una gota de agua para bañar de esperanza cada rincón de esta tierra. Todo encuentra una nueva plenitud en Él. También nuestro propio ser es transformado al hacernos verdaderamente hijos de Dios, nuestra más profunda y verdadera identidad, porque no nacimos de sangre ni de deseo humano, sino de su amor (cf. Jn 1, 12-13).

El nuevo año que ahora comenzamos marca el rumbo de un Pueblo, el nuestro, que camina en la Historia y que debe testimoniar que Jesús está vivo y nos abre a la esperanza. Con el Bautismo da comienzo la vida pública de Jesús. Y también la nuestra, pues –mediante el don del Espíritu– entramos a formar parte de la familia de Dios, de una comunidad cristiana que nace al pie de la Cruz para abarcar el corazón de todo el universo.

El Señor se deja bautizar por Juan como uno más, en humildad y sencillez. De este modo acoge nuestro barro y nuestras limitaciones para hacerlas suyas. De esta manera, transforma el gesto de dejarse bautizar en una manifestación de su divinidad.

La celebración del Bautismo cristiano comienza con la señal de la cruz. Es la manera de hacernos miembros del hogar, de la familia, de la comunidad cristiana. Porque la cruz es signo de un amor entregado que se convierte en un don para nosotros, para que también nosotros seamos don para los demás. El agua derramada sobre nuestra cabeza purifica nuestro ser, y ceñidos en una vestidura blanca impuesta el día de nuestro bautismo, nos revestimos de eternidad para caminar según el Espíritu (cf. Ga 5, 16).

El bautizado no porta un signo visible que lo distingue de los demás. Sin embargo, se ha convertido en templo en el que habitan el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y ahí no prevalecen nuestras limitaciones, caídas o defectos, porque la gracia de Dios empapa la Tierra, y también nuestro barro, para vivificarlo con su misericordia.

El don recibido en el bautismo nos impulsa a vivir constantemente en el amor a Dios y al prójimo, haciendo el bien a todos y poniéndonos al servicio del más necesitado, teniendo los mismos sentimientos de Cristo Jesús y viviendo con alegría nuestra condición de discípulos y misioneros.

Para este nuevo año, os propongo vivir esta nueva condición, que es la realidad más profunda de nuestra propia identidad, viviendo las obras de misericordia: visitando al enfermo, dando de comer al hambriento y de beber al sediento, dando posada al migrante y al peregrino, vistiendo al desnudo, visitando al encarcelado, enterrando al difunto, enseñando con mansedumbre al que no sabe, aconsejando con delicadeza al desorientado, corrigiendo con humildad al equivocado, perdonando al que nos ofende, consolando al triste, sobrellevando con paciencia los defectos propios y los del prójimo y orando por los vivos y por los difuntos.

Ponemos este deseo de plenitud en las manos de la Virgen María. Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga durante este año 2024 que acabamos de comenzar.

«Fiesta de la Sagrada Familia»

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy celebramos la fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret: un día señalado en el calendario de aquellos que deciden amar por encima de cualquier hecho, posibilidad o circunstancia, una ocasión trascendental para poner en el centro de nuestras vidas a Jesús, María y José. Fijar la mirada en la Sagrada Familia es dejarse cuidar por la ternura de la Virgen María, por el silencio delicado de san José y por el amor derramado de Jesús.

María, quien conservaba todo en su corazón (cf. Lc 2, 51), fue elegida por Dios como modelo de santidad para su pueblo. Solo sus ojos generosos y confiados fueron capaces de amar hasta el extremo como lo hizo por su Hijo, hasta lo más imaginable que puede caber en el alma de una madre. Es tanto lo que su corazón cobija que hasta el mismísimo Señor quiso nacer en su vientre. «Claro que Dios podría hacer un mundo más bello que este», dejó escrito san Juan María Vianney, «pero no sería más bello si en él faltase María».

José, el corazón entrañable de Dios, hizo de cada gesto una oración, de cada espera un motivo, de cada oscuridad una esperanza donde poder descansar el peso de la fe. Es el padre de la presencia discreta, de la confianza callada, de la entrega gratuita por amor. Todo por Él, para que el Niño Jesús creciera en sabiduría, edad y gracia (cf. Lc 2, 52). Si merced a él Cristo se forjó como hombre, nosotros, si permanecemos en él, nos fraguamos como hijos, padres y hermanos hechos a la medida de su bondad. Ojalá nunca olvidemos que sus hechuras de hombre bueno y justo (cf. Mt 1, 19) modela y configura nuestra entrega.

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María, fuente de donde brota la esperanza

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Este tiempo de Adviento que estamos celebrando ante la inminente llegada del Señor, nos habla del consuelo, de la confianza en medio de la adversidad y, sobre todo, de esperanza. Un anhelo que perpetuamos de una manera especial mañana, 18 de diciembre, con la celebración de la Virgen de la Esperanza o Virgen de la O.

Esta advocación mariana nos evoca la vida naciente, la espera de un mundo que anhela el nacimiento del Señor Jesús, con la Virgen encinta representando la máxima expresión del cuidado y la mística delicada del amor. Y en ella traemos a la memoria y presentamos al Señor toda vida engendrada en el seno de una madre, que constituye un don inmenso insustituible para la humanidad.

María, elegida entre todas las mujeres para engendrar al Salvador, nos trae un mensaje sereno y elocuente: solo la entrega generosa hacia los demás salvará al mundo en medio de una sociedad que envejece. Por eso, no es casualidad que esta festividad se celebre antes del nacimiento de Jesús: «La chispa de luz más profunda de la humanidad a quien Dios ha visitado», con una «humanidad acogida de nuevo» y «asumida por Dios mismo en el Hijo de María», tal y como recordó el Papa san Juan Pablo II en la fiesta de San Juan Evangelista de 1978.

Jesús viene al mundo para revelar que Dios es la respuesta al deseo más profundo y fundamental del corazón humano y que en María, su hermosa Madre, se encuentra el consuelo que el propio mundo necesita. María es el signo de nuestra esperanza; Ella preside la comunión y la oración de los apóstoles, y lo hace con una paz que nos desborda. La Iglesia, por tanto, brota del seno de María, pues de su seno nacerá Jesús, que es paz, salvación y vida.

Cristo toma de las entrañas virginales de María la fragilidad de nuestra carne. Y ahí, en la promesa de la donación más absoluta, donde ya no cabe más actitud de servicio, la Iglesia se hace cuerpo, refugio y don. Y no lo hace desde la tristeza o la desesperanza, sino desde una esperanza alegre que, ya desde antiguo, los profetas procuraban mantener encendida. El apóstol Pablo lo reafirma de una manera clara: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca.» (Fp 4, 4-5).

La Virgen encinta es el signo del cuidado con el que hemos de abrazar la vida naciente y también todos y cada uno de los acontecimientos que jalonan nuestra vida. Así, la paz de Dios, que sobrepasa toda inteligencia, guardará nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús (cf. Fp 4, 7-8).

Para ello, tras la espera cuidadosa y silenciosa en la amorosa presencia de María, hemos de salir para anunciar la Buena Noticia del Reino, para proclamar esta esperanza cierta, glorificada en cuerpo y alma en los cielos en la persona de María y que también será glorificada en nosotros. Es la tarea que hoy pone la Virgen de la Esperanza en nuestras manos. Ella, en permanente oración, espera la pronta llegada del Salvador. Y, con Ella, esperamos también nosotros, conscientes de nuestra pequeñez pero confiados en un amor que es más fuerte que la muerte.

María custodia –como lo hizo con Jesús– el camino de nuestra propia historia, para que sepamos percibir la presencia de Dios también en las dificultades de la vida.

La maternidad de María nos recuerda que el Mesías nace en Belén para iluminar los ojos heridos de la humanidad. Le pedimos que también nosotros sepamos anunciar el amor de Dios en todos los lugares donde el sufrimiento oscurece la esperanza, para que toda vida humana, especialmente la más frágil e indefensa, sea acogida y acompañada hasta la plenitud que Dios, en su Hijo, ha preparado para todos.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

Parroquia Sagrada Familia