Pedidos a Dios

—Mi historia favorita es la de Aladino, si me encontrara una lámpara le pediría…
Esta era la conversación preferida de Carla cuando iba en el coche, caminando por la calle o durante las comidas. Tenía una imaginación asombrosa y cada vez se le ocurrían deseos diferentes.
—¿Qué le pedirías a Dios? —le preguntó una vez su madre. —Seguro que no sería lo mismo .
Carla se quedó pensando. Siempre se imaginaba pidiéndole a la lámpara cosas materiales. No sabía bien por qué, pero a Dios no le pediría un palacio, un coche de carreras o una raqueta de tenis.
—Le pediría tener visión nocturna. Porque de noche tengo miedo. Las leonas ven bien de noche y cazan en la oscuridad.
—¡Pero aquí no hay leones!— le dijo su madre.
—Bueno, para ver a los monstruos. Esos de ojos inyectados en sangre que te chupan la sangre.
—Esos monstruos dentro de los armarios o debajo de la cama existen solo en los libros. La noche siempre asustó a las personas. Desde que vivían en cavernas y se escondían sin alguna defensa de los animales que salían a cazar. También muchas historias y cuentos hablan de la oscuridad como algo malo. Pero no siempre es así.
En el desierto, por ejemplo, donde el sol hace que, durante el día, las temperaturas son altísimas, la noche es el momento de más vida. Las flores de los cactus se abren
y los animales salen de sus cuevas — le explicó su madre.
—¡Ah! Tienes razón—dijo Carla.
—¿De todas formas pedirías visión nocturna?
—Quiero que me haga valiente —dijo después de pensarlo un rato.
—Ya eres valiente.
—Yo no soy valiente porque tengo miedo.
—Eres valiente porque no pediste que matara a los leones o a los monstruos. Pediste
visión para enfrentarlos. El miedo, cuando no nos paraliza, nos ayuda a defendernos,
a sobrevivir. —le dijo la madre mientras la abrazaba.
—Entonces… pido ser más valiente.
Y, esa noche, Carla se durmió tranquila… con la luz encendida.
¿Qué le pediríamos a Dios? ¿A qué le tenemos miedo? ¿A quién le pedimos ayuda?
Qué contestaríamos a Dios si nos preguntara: ¿Qué deseamos? Se me ocurren varias cuestiones, sin embargo, la respuesta de Salomón sigue siendo una excelente opción: "un corazón capaz de diferenciar el bien del mal y de juzgar con comprensión". ¡Cuántas peleas evitaríamos! ¡Cuántos momentos de paz y justicia hubiéramos construido!

Evangelio del domingo, 7 de junio de 2020

Continuamos con las grandes celebraciones. Primero fue la resurrección, luego la Ascensión y el domingo pasado Pentecostés. Hoy, ya dentro del Tiempo Ordinario, celebramos la Santísima Trinidad y el próximo domingo el Corpus. Todos conocemos el núcleo básico de cada una de ellas. Quizás la excepción sea la de hoy. ¿Qué celebramos en la solemnidad de la Santísima Trinidad? Sin embargo, ella es el centro de nuestra fe. Porque la Santísima Trinidad es la fiesta de Dios: de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Quizás lo primero que nos viene a la cabeza es el aspecto de misterio: tres Personas y un solo Dios. Ciertamente Dios es demasiado grande para no ser un misterio para nosotros. Pero la liturgia de este domingo, y más en concreto, el evangelio no ven las cosas en esa perspectiva de misterio sino del amor encerrado en ese misterio.

El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo Dios porque Dios es amor, y el amor crea una unidad mayor que la unidad física. El Padre da todo al Hijo, el Hijo recibe todo del Padre con agradecimiento, y el Espíritu Santo es como el fruto de ese amor del Padre y del Hijo. Cuando Dios reveló a Moisés quién era, se manifestó como un "Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira rico en clemencia". Dios es amor misericordioso, un amor que vence al pecado, que lo destruye. Nosotros tenemos, por tanto, un Dios que no nos destruye ni aniquila, sino que nos manifiesta su amor en su dimensión más profunda y sorprendente: el perdón. El evangelio de hoy lo esclarece del todo: "Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo Único para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga la vida eterna".

En nuestro mundo abunda el mal y el egoísmo. Dios podría venir para castigar a los que obran mal. En cambio, muestra que ama a este mundo, al hombre, a ti y a mí. Jesús perdonó a los pecadores, curó a los enfermos, dio la vida por nosotros. ¿Cómo no abrir las puertas de nuestro corazón a ese Dios? ¿Cómo cerrarnos a su oferta de misericordia? ¿Cómo olvidar que el coronavirus nos urge un amor compasivo y misericordioso, un amor solidario y fraternal de todos hacia todos?

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En la fiesta de la Trinidad agradecemos el carisma de la vida contemplativa

Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)

gil hellin

Al finalizar el periodo pascual, la liturgia de la Iglesia celebra hoy la fiesta de la Santísima Trinidad. Como cumbre del acontecimiento central de la historia de la salvación, se desvela ante nuestros ojos el verdadero protagonista de esa historia, el Dios Trinidad: el Padre, que envió a nuestro mundo al Hijo, concebido de María Virgen por obra del Espíritu Santo; Jesús, el Hijo, que realizó su obra redentora mediante la entrega de su vida hasta la muerte en cruz; el Espíritu, que acompañó la acción de Jesús hasta la resurrección y que nos fue enviado como aliento y vida de la Iglesia hasta el final de los tiempos. La fiesta de la Santísima Trinidad nos hace contemplar el misterio de Dios que incesantemente crea, redime y santifica, siempre con amor y por amor.

Me resulta muy doloroso cuando percibo cómo la Trinidad, que es la base primera y más radical de todo y de todos, es para muchos cristianos una mera doctrina abstracta, lejana o desconocida. Esto de ningún modo debería ser así. El abrir nuestra vida a la Trinidad nos sitúa ante el Dios que por Amor ha actuado en nuestro mundo y que nos ha revelado su misterio más profundo: que Dios Padre, Hijo y Espíritu, es comunión de Personas en el Amor. Los cristianos reflejamos y participamos de ese Amor cuando lo celebramos en la liturgia, cuando lo testimoniamos en el ejercicio de la caridad y del compromiso, cuando lo anunciamos como fuerza renovadora de cada ser humano y de la sociedad entera, cuando vivimos con sinceridad y generosidad la comunión eclesial. Nuestra oración en este día debe ser ante todo un acto de alabanza y de acción de gracias, de admiración y de adoración ante esa realidad que nos desborda y que acogemos como origen y fundamento de nuestra vida cristiana. Así surgirá también nuestra plegaria de petición pura y sincera para que ese amor nos ayude a no desfallecer ante las dificultades, nos impulse a mirar el futuro con esperanza, y nos empuje a ofrecerlo generosamente a quienes ven flaquear su fe, su esperanza o su capacidad de amar.

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Evangelio del domingo, 31 de mayo de 2020

Escuchar lecturas y homilía

Celebramos hoy la solemnidad de Pentecostés. Al principio fue una fiesta agrícola por la cosecha. Luego pasó a conmemorar la alianza de Dios con su pueblo en el monte Sinaí y la entrega de los diez mandamientos y se convirtió en fiesta de peregrinación a la Ciudad Santa, a la que acudían gentes de todo el mundo entonces conocido. En el Pentecostés que siguió a la Resurrección de Jesucristo tuvo lugar un suceso extraordinario que le dio un sentido diferente: los apóstoles, reunidos en oración en el Cenáculo de Jerusalén, junto con María, la Madre de Jesús, recibieron el Espíritu Santo.

Si hasta entonces habían permanecido en Jerusalén por mandato expreso de Jesús, ahora son lanzados al mundo entero: "Como el Padre me envió, así os envío Yo". Como el Padre envió a su Hijo para salvar a todos los hombres y mujeres del mundo, una vez realizada con su entrega hasta la muerte, él envía a sus discípulos a comunicársela mediante el bautismo y los demás sacramentos. Eran muy poca cosa: un puñado de incultos, cobardes y de visión estrecha y corta.

Por eso necesitaban el Espíritu Santo. Con Él podrían comerse el mundo. Y se lo comieron. Armados con la fuerza y sabiduría de lo alto se lanzan por las calles y plazas de Jerusalén, anuncian que Jesucristo ha muerto y resucitado por ellos, les llaman a la conversión y al bautismo, ellos se arrepienten y bautizan y surge la primera comunidad de discípulos de Jesús. Una comunidad hecha de todos los pueblos. Una comunidad que, consciente de que todos han recibido el mismo bautismo, no distingue entre siervos y libres, judíos y griegos, varones y hembras porque en todos ve hermanos y hermanas.

Nosotros ahora podemos tener la impresión de ser un puñado de personas parecido al de los apóstoles antes de Pentecostés. Si de nosotros dependiera la eficacia de la misión de la Iglesia, sería para tomarlo a broma. Para nuestra fortuna -y la de todos-, depende del Espíritu. Nosotros somos instrumentos en sus manos. Pidamos a María, en este último día de mayo, que su Hijo repita en su Iglesia el primitivo Pentecostés. El mundo lo necesita con urgencia.

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«Hacia un renovado Pentecostés»

Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)

gil hellin

Al hilo del Año Litúrgico hemos ido recorriendo las grandes etapas de la vida del Señor. Después del tiempo pascual en el que hemos venido compartiendo la alegría y la esperanza de Jesús Resucitado, hoy celebramos la solemnidad de Pentecostés. La «Pascua granada», como la llamáis con acierto a nivel popular, que es fundamental para la vida de la Iglesia y de todos los creyentes. El domingo pasado celebrábamos la Ascensión del Señor, que está junto al Padre, después de cumplir su misión en la tierra con su vida, palabra, pasión, muerte y resurrección. Padre e Hijo, que no quieren dejarnos solos ni huérfanos sino que nos regalan definitivamente su amor a través del Espíritu Santo prometido. Pentecostés es la fiesta que actualiza aquí y ahora ese don del Espíritu derramado en cada creyente, en la Iglesia y en el mundo entero.

El libro de los Hechos de los Apóstoles narra con fuerza lo que fue Pentecostés para los primeros discípulos encerrados en el Cenáculo por miedo a los judíos (Hch 2,4). Quizá el marco de este relato nos resuene hoy más cercano, después de los meses en que también nosotros hemos estado confinados con nuestros miedos, con la esperanza y la fe puestas a veces a prueba, contemplando la enfermedad, la desolación y la muerte que nos han rodeado. Pues en aquel contexto sucede el primer Pentecostés de la historia y los apóstoles son transformados por el Espíritu, que cambió sus corazones y sus vidas; de vacilantes pasan a ser valientes, de temerosos y encerrados pasan a ser misioneros, y comienzan a anunciar sin miedo la experiencia del Señor resucitado a cuantos les escuchaban. Hoy, como entonces, Pentecostés se repite en la iglesia, y es la gracia de perpetuar día tras día, lugar tras lugar, lengua tras lengua, la palabra y la presencia de Jesús.

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Parroquia Sagrada Familia