Decía Yibran Khalil, más conocido como el poeta del exilio, que «amar a la vida a través del trabajo es intimar con el más recóndito secreto de la vida». Y, por esta misma razón, porque el verbo amar es inseparable del verbo servir, tenemos que valorar el trabajo humano en la medida en que nos dignifica como hijos de Dios, corresponsables con Él en el cuidado de la vida y la creación.
El trabajo es una dimensión fundamental de la vida humana. Por eso, me ha parecido conveniente instituir en la archidiócesis de Burgos la Pascua del Trabajo, que celebraremos cada III domingo de Pascua, ya que caerá habitualmente en la proximidad del primero de mayo. Un día singular y, sin duda, significativo, que nace con el deseo de resaltar la dignidad del trabajo como cooperación a la obra creadora de Dios y como elemento que nos dignifica y nos hace crecer hacia nuestra plenitud. De este modo introduciremos esta dimensión esencial en el misterio de la Pasión, muerte y Resurrección del Señor.
En estos momentos de fatiga existencial, donde el coronavirus no solo se está llevando por delante la vida de muchos hermanos, sino, también, el trabajo y las ilusiones de muchas personas, necesitamos edificadores de la ciudad humana que cumplan –con sus propias manos– el sueño de Dios. Decía el Papa Francisco en la festividad de san José del año pasado que «el trabajo humano es la vocación recibida de Dios y hace al hombre semejante a Él porque, con el trabajo, el hombre es capaz de crear».
Todos los años en este 2º domingo de Pascua la Iglesia nos presenta esta parte del evangelio en que Jesús se presenta ante sus discípulos el domingo de la resurrección, y vuelve a presentarse al domingo siguiente ante ellos, estando ya Tomás. Una primera enseñanza que podemos sacar de esto es que Jesús, aunque siempre está espiritualmente con nosotros, desea estar de una manera más viva el día del domingo. Podemos decir que estableció este día, como distintivo de su presencia resucitada.
Siempre que asistimos a misa celebramos la muerte y resurrección de Jesús. Lo proclamamos especialmente al terminar la consagración. Pero el domingo es el día del señor, el día también del encuentro de la comunidad formando una unidad de amor y de fe, como nos dice hoy la primera lectura hablando de la primitiva comunidad que “tenían un solo corazón y una sola alma”. Consecuencia de ese amor era el repartirse los bienes externos y vivir en verdadera comunidad. Ese era un testimonio de que Cristo había resucitado. Tenían sus defectos, pero éste es el ideal.
En todas las épocas ha habido y hay comunidades de fieles, hombres y mujeres, que tienen esta vida de paz y de unidad, de modo que son testimonio de que Cristo vive entre nosotros. Y aunque no tengamos esta unidad tan plena, el hecho de que en medio esté el amor a Cristo y entre nosotros, significa ser testigos del Señor.
Hace veintiún años, el Papa san Juan Pablo II canonizó a santa Faustina Kowalska, quien recibió el carisma de promover la devoción a la Divina Misericordia. Durante la celebración, el Santo Padre declaró que cada segundo domingo de Pascua, que es el día que hoy conmemoramos, se celebraría en toda la Iglesia el Domingo de la Divina Misericordia.
«Cristo encarna y personifica la misericordia», revela san Juan Pablo II en su encíclica Dives in misericordia, escrita en 1980. En cada una de sus palabras, el Papa santo, que ya descansa en los brazos del Señor de la Vida, anima al pueblo cristiano a regresar la mirada al misterio del amor misericordioso de Dios. Una llama de amor perpetuo que ahora, más que nunca, en estos tiempos difíciles, hemos de mantener encendida. Porque Dios muestra su rostro, que es misericordia y que no conoce confines ni limitaciones. Él, ante nuestra fragilidad, prolonga su amor en forma de misericordia, ansía que volvamos a él, nos levanta de las caídas, y perdona nuestros pecados cuando –en el corazón del mundo– tantas veces no encontramos el consuelo que necesitamos.
Las mujeres pensaron que iban a encontrar el cuerpo para ungirlo, en cambio, encontraron una tumba vacía. Habían ido a llorar a un muerto, pero en su lugar escucharon un anuncio de vida. Por eso, dice el Evangelio que aquellas mujeres estaban «asustadas y desconcertadas» (Mc 16,8). Desconcierto: en este caso es miedo mezclado con alegría lo que sorprende sus corazones cuando ven la gran piedra del sepulcro removida y dentro un joven con una túnica blanca. Es la maravilla de escuchar esas palabras: «¡No se asusten! Aquel al que buscan, Jesús, el de Nazaret, el crucificado, resucitó» (v. 6). Y después esa invitación: «Él irá delante de ustedes a Galilea y allí lo verán» (v. 7). Acojamos también nosotros esta invitación, la invitación de Pascua: vayamos a Galilea, donde el Señor resucitado nos precede. Pero, ¿qué significa “ir a Galilea”?
Ir a Galilea significa, ante todo, empezar de nuevo. Para los discípulos fue regresar al lugar donde el Señor los buscó por primera vez y los llamó a seguirlo. Es el lugar del primer encuentro y del primer amor. Desde aquel momento, habiendo dejado las redes, siguieron a Jesús, escuchando su predicación y siendo testigos de los prodigios que realizaba. Sin embargo, aunque estaban siempre con Él, no lo entendieron del todo, muchas veces malinterpretaron sus palabras y ante la cruz huyeron, dejándolo solo. A pesar de este fracaso, el Señor resucitado se presenta como Aquel que, una vez más, los precede en Galilea; los precede, es decir, va delante de ellos. Los llama y los invita a seguirlo, sin cansarse nunca. El Resucitado les dice: “Volvamos a comenzar desde donde habíamos empezado. Empecemos de nuevo. Los quiero de nuevo conmigo, a pesar y más allá de todos los fracasos”. En esta Galilea experimentamos el asombro que produce el amor infinito del Señor, que traza senderos nuevos dentro de los caminos de nuestras derrotas. Es así el Señor, traza senderos nuevos de nuestras derrotas. Él es así, y nos invita a ir a Galilea para hacer esto.
Este es el primer anuncio de Pascua que quisiera ofrecerles: siempre es posible volver a empezar, porque siempre existe una vida nueva que Dios es capaz de reiniciar en nosotros más allá de todos nuestros fracasos. Incluso de los escombros de nuestro corazón, y cada uno conoce las miserias de nuestro corazón, Dios puede construir una obra de arte, aun de los restos arruinados de nuestra humanidad Dios prepara una nueva historia. Él nos precede siempre: en la cruz del sufrimiento, de la desolación y de la muerte, así como en la gloria de una vida que resurge, de una historia que cambia, de una esperanza que renace. Y en estos meses oscuros de pandemia oímos al Señor resucitado que nos invita a empezar de nuevo, a no perder nunca la esperanza.
Ir a Galilea, en segundo lugar, significa recorrer nuevos caminos. Es moverse en la dirección opuesta al sepulcro. Las mujeres buscaban a Jesús en la tumba, es decir, iban a hacer memoria de lo que habían vivido con Él y que ahora habían perdido para siempre. Van a refugiarse en su tristeza. Es la imagen de una fe que se ha convertido en conmemoración de un hecho hermoso pero terminado, sólo para recordar. Muchos y también nosotros, muchas veces, viven la “fe de los recuerdos”, como si Jesús fuera un personaje del pasado, un amigo de la juventud ya lejano, un hecho ocurrido hace mucho tiempo, cuando de niño asistía al catecismo. Una fe hecha de costumbres, de cosas del pasado, de hermosos recuerdos de la infancia, que ya no me conmueve, que ya no me interpela. Ir a Galilea, en cambio, significa aprender que la fe, para que esté viva, debe ponerse de nuevo en camino. Debe reavivar cada día el comienzo del viaje, el asombro del primer encuentro. Y después confiar, sin la presunción de saberlo ya todo, sino con la humildad de quien se deja sorprender por los caminos de Dios. Tenemos nosotros miedo de las sorpresas de Dios. Generalmente tenemos miedo de que Dios nos sorprenda. Hoy el Señor nos invita a dejarnos sorprender. Vayamos a Galilea para descubrir que Dios no puede ser depositado entre los recuerdos de la infancia, sino que está vivo, siempre sorprende. Resucitado, no deja nunca de asombrarnos.
Luego, el segundo anuncio de Pascua: la fe no es un repertorio del pasado, Jesús no es un personaje obsoleto. Él está vivo, aquí y ahora. Camina contigo cada día, en la situación que te toca vivir, en la prueba que estás atravesando, en los sueños que llevas dentro. Abre nuevos caminos donde sientes que no los hay, te impulsa a ir contracorriente con respecto al remordimiento y a lo “ya visto”. Aunque todo te parezca perdido, déjate alcanzar con asombro por su novedad: te sorprenderá.
Ir a Galilea significa, además, ir a los confines. Porque Galilea es el lugar más lejano, en esa región compleja y variopinta viven los que están más alejados de la pureza ritual de Jerusalén. Y, sin embargo, fue desde allí que Jesús comenzó su misión, dirigiendo su anuncio a los que bregan por la vida de cada día, a los excluidos, a los frágiles, a los pobres, para ser rostro y presencia de Dios, que busca incansablemente a quien está desanimado o perdido, que se desplaza hasta los mismos límites de la existencia porque a sus ojos nadie es último, nadie está excluido. Es allí donde el Resucitado pide a sus seguidores que vayan, también hoy. Es el lugar de la vida cotidiana, son las calles que recorremos cada día, los rincones de nuestras ciudades donde el Señor nos precede y se hace presente, precisamente en la vida de los que pasan a nuestro lado y comparten con nosotros el tiempo, el hogar, el trabajo, las dificultades y las esperanzas. En Galilea aprendemos que podemos encontrar a Cristo resucitado en los rostros de nuestros hermanos, en el entusiasmo de los que sueñan y en la resignación de los que están desanimados, en las sonrisas de los que se alegran y en las lágrimas de los que sufren, sobre todo en los pobres y en los marginados. Nos asombraremos de cómo la grandeza de Dios se revela en la pequeñez, de cómo su belleza brilla en los sencillos y en los pobres.
Por último, el tercer anuncio de Pascua: Jesús, el Resucitado, nos ama sin límites y visita todas las situaciones de nuestra vida. Él ha establecido su presencia en el corazón del mundo y nos invita también a nosotros a sobrepasar las barreras, a superar los prejuicios, a acercarnos a quienes están junto a nosotros cada día, para redescubrir la gracia de la cotidianidad. Reconozcámoslo presente en nuestras Galileas, en la vida de todos los días. Con Él, la vida cambiará. Porque más allá de toda derrota, maldad y violencia, más allá de todo sufrimiento y más allá de la muerte, el Resucitado vive y gobierna la historia.
Hermano, hermana, si en esta noche tu corazón atraviesa una hora oscura, un día que aún no ha amanecido, una luz sepultada, un sueño destrozado, abre tu corazón con asombro al anuncio de la Pascua: “¡No tengas miedo, resucitó! Te espera en Galilea”. Tus expectativas no quedarán sin cumplirse, tus lágrimas serán enjugadas, tus temores serán vencidos por la esperanza. Porque el Señor te precede, camina delante de ti. Y, con Él, la vida comienza de nuevo.
(Homilía del Papa Francisco en la Vigilia Pascual 2021).
«¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado» (Lc 24, 1-6). Hoy, con la resurrección de Jesús, se cumple la promesa que el Padre confió a nuestra mirada al atardecer del Viernes Santo: el Crucificado ha resucitado para sanar las heridas de una humanidad desorientada, fragmentada y desolada.
Hoy, el anhelo de infinito y la nostalgia de eternidad que habitan en nuestro corazón se sienten amparados por un amor que es más fuerte que la muerte. Hoy, resuena en cada confín de la tierra el consuelo de esta Iglesia que, como madre, nos acoge, nos cobija y nos levanta del polvo dolorido del pecado.
¡Jesucristo ha resucitado! Verdaderamente, ¡ha resucitado! De otra manera, ¿dónde sanarían el silencio solitario del Getsemaní, los latigazos, las lágrimas de la Pasión y el temblor de un madero construido con espinas? Si Cristo no hubiese vuelto a la vida, como dejó escrito san Pablo, vana sería nuestra fe… (1 Cor 15, 14).
Este día nos invita a redescubrir que nuestra vida terrena no es una pasión inútil, no es un vía crucis de desvelos infinitos, sino que es un sendero de esperanza, más allá de oscuridades y momentos inciertos, que nos lleva a contemplar la piedra removida del sepulcro.
La misericordia de Dios manifestada en Jesús, una vez más, vence al dolor y a la desesperanza. La vida en Cristo resucitado, el suceso más desconcertante de la historia humana, vence al vacío de la muerte. Aquello que, humanamente, era impensable, sucedió… Y hoy Jesús está vivo. Un acontecimiento universal que no responde a un suceso milagroso, sino a un hecho acaecido y constatado históricamente que, como una vez señaló san Juan Pablo II, debe contemplarse «con las rodillas de la mente inclinadas».
Nosotros, como aquellos primeros discípulos que nos transmitieron un testimonio vivo de lo que habían visto y oído, también somos «testigos de la resurrección de Cristo» (Hech 1, 22). Lo somos, cuando la desolación del Huerto de los Olivos no deshace nuestra fe; lo somos, cuando el Señor nos pide que le ayudemos a cargar con el peso de una cruz compartida; lo somos, cuando permanecemos –como María– al pie de la cruz; lo somos, cuando recorremos con las santas mujeres el camino hacia el sepulcro; lo somos, cuando atardece, de camino hacia Emaús, pero mantenemos nuestro corazón en vela porque Jesús necesita nuestras manos para bendecir, acoger y sanar; y lo somos, cuando nos estremecemos de alegría, porque encontramos en el Resucitado a aquel que da sentido a nuestra vida.
Queridos hermanos y hermanas: «Dios es un Dios de vivos y no de muertos» (Lc 20, 38). Y si el Padre ha resucitado a su propio Hijo, nos quiere alegres, esperanzados y llenos de vida, «y vida en abundancia» (Jn 10, 10), porque esa resurrección es promesa de la nuestra.
A partir de la Resurrección, esta promesa debe resonar en nuestro interior de una manera más especial, si cabe. Hemos de ser reflejos de esa Vida que se entrega, que se pone al servicio del prójimo sin ningún tipo de acepción de personas. Hasta que seamos conscientes de cuánto nos ama Dios, hasta que el corazón descanse en Él. Y así, como San Pablo, podamos afirmar con serenidad: «Si morimos con Cristo, viviremos con Él» (Rom 6, 5).
Con la Santísima Virgen María, de su mano generosa, delicada y compasiva, nos adentramos en el misterio que el Padre ha llevado a cabo con su vigilia de amor resucitando a su Hijo de entre los muertos por el poder del Espíritu Santo. Y, en su presencia, sintamos cómo su Hijo, hoy, nos dice en silencio: «No temas, he resucitado y estoy contigo» (Misal Romano, Domingo de Resurrección, Antífona de entrada. Cfr. Sal 138 (139), 18.5-6).
Con gran afecto, pido a Jesús resucitado que os bendiga y os deseo una Feliz Pascua de Resurreción.