La misericordia de Dios abraza nuestra fragilidad
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
Hace veintiún años, el Papa san Juan Pablo II canonizó a santa Faustina Kowalska, quien recibió el carisma de promover la devoción a la Divina Misericordia. Durante la celebración, el Santo Padre declaró que cada segundo domingo de Pascua, que es el día que hoy conmemoramos, se celebraría en toda la Iglesia el Domingo de la Divina Misericordia.
«Cristo encarna y personifica la misericordia», revela san Juan Pablo II en su encíclica Dives in misericordia, escrita en 1980. En cada una de sus palabras, el Papa santo, que ya descansa en los brazos del Señor de la Vida, anima al pueblo cristiano a regresar la mirada al misterio del amor misericordioso de Dios. Una llama de amor perpetuo que ahora, más que nunca, en estos tiempos difíciles, hemos de mantener encendida. Porque Dios muestra su rostro, que es misericordia y que no conoce confines ni limitaciones. Él, ante nuestra fragilidad, prolonga su amor en forma de misericordia, ansía que volvamos a él, nos levanta de las caídas, y perdona nuestros pecados cuando –en el corazón del mundo– tantas veces no encontramos el consuelo que necesitamos.
La misericordia es el rostro de Dios manifestado en Jesús, que sufre en la piel deshecha de sus hijos e hijas, que impregna de ternura la intimidad angustiada de cualquier vida hecha jirones, que abre el corazón a la alegría de ser esperados siempre y amados para siempre. San Francisco de Asís, en su Testamento, recuerda cómo Dios, a través de los leprosos que cuidaba, impregnó sus manos de misericordia: «Me parecía extremadamente amargo ver los leprosos. Y el Señor mismo me condujo entre ellos e hice misericordia con ellos. Y aquello que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo».
La misericordia es el acto definitivo y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Y tiene que ser la ley fundamental que habite en el corazón de cada persona «cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida», afirmaba el Papa Francisco en Misericordiae vultus, la bula que convocó el Jubileo Extraordinario de la Misericordia el año 2015.
La misericordia es una realidad que podemos contemplar en la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32), donde la riqueza del perdón alcanza cimas incomparables y donde se palpa –en plenitud– la esencia de la misericordia divina. Una parábola hecha vida especialmente para quien ya ha perdido la esperanza o para quien ha dejado de creer en la insondable profundidad del misterio del amor de Dios. Porque todo en ella, todo en sí, habla de amor: un amor, como afirma la Escritura, «compasivo y misericordioso, lento a la ira, y pródigo en amor y fidelidad» (Ex 34,6). Un abrazo, el del Padre, que encierra por completo el sentido primero y último del creer.
El Papa Francisco, cuando proclamó el Año Jubilar de la Misericordia, recordaba que «la misericordia de Dios se transforma en indulgencia del Padre que, a través de la Esposa de Cristo, alcanza al pecador perdonado y lo libera de todo residuo y consecuencia del pecado, habilitándolo a obrar con caridad, a crecer en el amor». Un valor que, incluso, sobrepasa los confines de la Iglesia. Y nosotros, frágiles apóstoles del Evangelio, somos testigos de este precioso regalo. Lo vivimos hace unos días, al pie de la cruz, con María y con Juan, a través de las palabras que salieron de la boca del Señor: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
Queridos hermanos y hermanas: hoy, de la mano de santa Faustina Kowalska, estamos llamados a ser signos del primado de la misericordia. Y cuando nos fallen las fuerzas, nos aferramos a la Eucaristía, pan vivo de misericordia que sostiene nuestro camino, y a la mirada de la Virgen María, como le decimos en la Salve, Reina y Madre de misericordia. Os deseo una vivencia profunda y llena de alegría de este tiempo de Pascua.
Con la felicitación pascual recibid mi abrazo y la bendición de Dios.