El Señor se va y se queda. No, no es el juego del escondite. Es una manera de decirnos que es “nuestro tiempo”: el tiempo de actuar, de comprometernos, de vivir lo que significa la alegría de la Resurrección… Y anunciarlo incansablemente. El Señor se va, pero permanece en nuestro corazón, para transformar nuestra mente y activar nuestras manos en la entrega diaria hasta el final. El Señor se va, pero lo tenemos tan cerca que en cualquier bombeo del corazón lo podemos sentir latir, especialmente en los pequeños, los que no cuentan, los pobres… El Señor se va, pero nosotros nos quedamos con Él. No hay forma que abandone el cuerpo el que es su cabeza, su motor, su Vida. El Señor se va, pero aquí está la Iglesia servidora de los pobres para hacerlo presente. El Señor se va. Es nuestro turno. No lo olvidemos. Está sentado a la derecha del Padre y quiere que este mundo nuestro suba hacia Él.
En la primera lectura de este día todos los años nos cuenta san Lucas en los Hechos de los Apóstoles la subida de Jesús al cielo: un hecho contemplado por testigos, pero que no deja de ser un misterio. Es un suceso querido por Jesús para que sirva de enseñanza simbólica y visual de la verdadera Ascensión que para Jesús fue en el momento de la Resurrección. Por el hecho de resucitar, ya Jesús vuelve al Padre y “está sentado a su derecha”. Esto significa que ya goza de toda la grandeza y gloria de Dios. Hoy es el día de la expresión de esa glorificación total de Jesús.
Durante 40 días Jesús se fue apareciendo a los apóstoles instruyéndoles más sobre las cosas que ya les había enseñado. No es que estuviera en un lugar determinado escondido. Estaba ya con su Padre en el cielo, pero se hacía presente durante un tiempo para reafirmar la fe de los suyos. Al final les envía a predicar por todo el mundo. La Ascensión de Jesús al cielo y el envío de los apóstoles son inseparables. Allí no sólo estaban los apóstoles, sino que en símbolo estaban sus sucesores y toda la Iglesia. Hay una unión total entre la misión evangelizadora de Jesús y la continuación de esa misión en la Iglesia. Para el apostolado nosotros nos apoyamos en Jesús, vencedor de la muerte, que se fue al cielo, pero permanece con nosotros. El es nuestra esperanza, pero es también nuestra seguridad de que nos acompaña con su Espíritu.
Acabamos de bendecir nuestros campos en la festividad de San Isidro Labrador. La tierra extensa que cultivamos y los pequeños núcleos rurales que lo jalonan nos recuerdan a Nazaret, el lugar donde Jesús creció y aprendió el arte de vivir su humanidad junto a María y a José; era un pequeño pueblo asentado en la ladera de una colina, habitado por pocas familias. Hoy, desde lo humilde, lo sencillo y lo pequeño, ponemos la mirada desde el corazón al mundo rural. La pastoral que en él se desarrolla está arraigada en el cuidado de comunidades pequeñas, en el servicio silencioso y constante de sacerdotes que se multiplican en sus tareas y laicos que colaboran generosamente para que la llama de la fe continúe iluminando los campos y sus gentes.
La pastoral en el mundo rural es una escuela inestimable de generosidad. Un Evangelio escrito desde la escucha, desde la confianza y desde pequeños detalles de amor y de servicio que, como decía san Juan de la Cruz, «solo con amor se pagan». La Iglesia, como madre, esposa y maestra, se hace camino, verdad y vida en esta realidad humilde a la que Dios nos envía como pastores, discípulos y misioneros para nutrir de su vida nueva la capilaridad del Pueblo de Dios con la savia del Evangelio que inunda los pliegues y llanuras de nuestra tierra.
Sí, estamos aquí para alabar al Señor, y lo hacemos reafirmando nuestra voluntad de ser instrumentos suyos, para que alaben a Dios no sólo algunos pueblos, sino todos. Con la misma parresia de Pablo y Bernabé, queremos anunciar el Evangelio a nuestros jóvenes para que encuentren a Cristo y se conviertan en constructores de un mundo más fraterno. En este sentido, quisiera reflexionar con ustedes sobre tres aspectos de nuestra vocación: llamados por Dios, llamados a anunciar el Evangelio, llamados a promover la cultura del encuentro.
Llamados por Dios. Creo que es importante reavivar siempre en nosotros este hecho, que a menudo damos por descontado entre tantos compromisos cotidianos: “No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes”, dice Jesús. Es un caminar de nuevo hasta la fuente de nuestra llamada […]
Le pedimos a María que nos enseñe a encontrarnos cada día con Jesús. Y, cuando nos hacemos los distraídos, que tenemos muchas cosas, y el sagrario queda abandonado, que nos lleve de la mano. Pidámoselo. Mira, Madre, cuando ande medio así, por otro lado, llévame de la mano. Que nos empuje a salir al encuentro de tantos hermanos y hermanas que están en la periferia, que tienen sed de Dios y no hay quien se lo anuncie. Que no nos eche de casa, pero que nos empuje a salir de casa. Y así que seamos discípulos del Señor. Que Ella nos conceda a todos esta gracia.»
Hoy, con el alma rozando –a media voz– lo que Dios va escribiendo en nuestras vidas, celebramos la Pascua del enfermo. Un momento realmente especial, en medio de esta pandemia que estamos padeciendo, para sostener la angustia de tantos Cristos rotos que, desde una cama de hospital, una residencia, una casa sin vestir, una soledad desnuda, anhelan una sola mirada nuestra para percibir que son queridos y que estamos dispuestos a alimentar la llama de su esperanza.
«Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11, 28), entona la Palabra, en la voz delicada del Señor, para recordarnos que –del misterio de su Muerte y su Resurrección– brota un amor capaz dar sentido a todo: al hálito fatigoso del enfermo y al servicio generoso del cuidador. La enfermedad comienza a encontrar un rayo de sentido cuando se vive desde la oración del Padrenuestro, desde ese corazón traspasado que se dejó crucificar para enseñarnos que solo amando hasta el extremo, es posible ponerle nombre al dolor.
El Papa Francisco, en sucesivas ocasiones, ha señalado que «una sociedad es tanto más humana cuanto más sabe cuidar a los miembros que más sufren». Y hoy hemos de hacerlo, no por obligación, sino por amor. Porque también los enfermos son esenciales para nuestra vida y nos aportan mucho más de lo que nosotros podemos dar. Con ellos queremos caminar, procurando que nadie se sienta excluido ni abandonado, hasta transformar nuestro miedo en la confianza de caer en los brazos del Padre.