Te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola

Hoy, también nosotros —atareados como vamos a veces por muchas cosas— hemos de escuchar cómo el Señor nos recuerda que «hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola» (Lc 10,42): el amor, la santidad. Es el punto de mira, el horizonte que no hemos de perder nunca de vista en medio de nuestras ocupaciones cotidianas.

Porque “ocupados” lo estaremos si obedecemos a la indicación del Creador: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla» (Gn 1,28). ¡La tierra!, ¡el mundo!: he aquí nuestro lugar de encuentro con el Señor. «No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno» (Jn 17,15). Sí, el mundo es “altar” para nosotros y para nuestra entrega a Dios y a los otros.

Somos del mundo, pero no hemos de ser mundanos. Bien al contrario, estamos llamados a ser —en bella expresión de san Juan Pablo II— “sacerdotes de la creación”, “sacerdotes” de nuestro mundo, de un mundo que amamos apasionadamente.

He aquí la cuestión: el mundo y la santidad; el tráfico diario y la única cosa necesaria. No son dos realidades opuestas: hemos de procurar la confluencia de ambas. Y esta confluencia se ha de producir —en primer lugar y sobre todo— en nuestro corazón, que es donde se pueden unir cielo y tierra. Porque en el corazón humano es donde puede nacer el diálogo entre el Creador y la criatura.

Es necesaria, por tanto, la oración. «El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del “hacer por hacer”. Tenemos que resistir a esta tentación, buscando “ser” antes que “hacer”. Recordemos a este respecto el reproche de Jesús a Marta: ‘Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es necesaria’ (Lc 10,41-42)» (San Juan Pablo II).

No hay oposición entre el ser y el hacer, pero sí que hay un orden de prioridad, de precedencia: «María ha elegido la parte buena, que no le será quitada» (Lc 10,42).

Evangelio del domingo, 6 de agosto de 2023

Hoy el evangelio nos muestra un milagro de los más conocidos e impactantes para los apóstoles, ya que lo relatan los 4 evangelistas. Aparece de manera tierna y viva la misericordia de Jesús, que va unida con su poder. Jesús había pasado aquel día predicando y haciendo el bien. La gente le seguía con fervor, despreocupados hasta de las necesidades vitales, como es el comer. Pero esas necesidades estaban allí y los apóstoles se dan cuenta. Este dato de los apóstoles es interesante, porque a veces nosotros convivimos con personas que tienen problemas diversos y nosotros “pasamos de ello”, como cuando muchas personas dicen: “ese es su problema”. Jesús quiere que seamos solidarios con las necesidades del prójimo, que en muchos casos pueden ser materiales, pero en otros casos serán necesidades del espíritu.

Los apóstoles piensan en una solución “a su altura”: que Jesús les despida y busquen algo para comer en las aldeas cercanas. Pero Jesús hoy nos quiere dar una gran lección: que, aunque Él vaya a hacer una gran maravilla con el milagro, quiere que nosotros colaboremos con algo. Jesús podía haber hecho el milagro de muchas maneras: simplemente podía haber hecho que la gente no tuviera hambre, o podría haber hecho que bajaran del cielo muchos panes u otros manjares, recordando lo que los israelitas creían haber sucedido con el maná del desierto. Pero Jesús pide la colaboración de los apóstoles. Sólo tienen cinco panes y dos peces. Con ello dará de comer a aquella multitud. Eran unos cinco mil hombres. Algunos piensan que cuando dice el evangelista “sin contar a las mujeres y niños” es una expresión machista. Quizá lo sea, porque así era la costumbre de entonces; pero la realidad parece ser que en aquel tiempo las multitudes que seguían a los profetas, como a Juan Bautista, se componían principalmente de hombres. Las mujeres y niños solían quedarse en casa.

Los gestos que usó Jesús: “alzando los ojos, bendijo, partió” son los mismos que realizó en la Ultima Cena para la Eucaristía. Por eso hay una gran similitud entre los dos hechos. Sin embargo, no es precisamente por los gestos, ya que eran los comunes que un padre de familia solía hacer al repartir el pan entre sus hijos. El símbolo está en que la Eucaristía es una multiplicación real de su propio Cuerpo que se nos da a todos los que queramos recibirlo, porque es para saciar el hambre espiritual.

Hay muchas enseñanzas en este milagro. Quizá la principal es que debemos ser solidarios en el mundo ante el hambre material y espiritual. El problema del hambre material en el mundo es muy grande. Y mientras no se solucione, no podrá haber verdadera paz, justicia y libertad. El problema del hambre es problema de egoísmo, porque el hecho es que alimentos sí hay; pero los recursos están limitados por los intereses particulares egoístas. También hay mucho dinero, pero mal empleado. Debemos escuchar lo que hoy en la primera lectura nos dice el profeta Isaías: “¿Por qué gastáis dinero en lo que no alimenta? ¿Y el salario en lo que no da hartura?”. Por eso es necesaria una conversión espiritual. No sólo se gasta en lo que no quita el hambre y la sed, sino en lo que aumenta la angustia y la desazón.

Hay otra clase de hambre que Jesús ha venido a saciar. Jesús aquel día pensaba descansar y hablar íntimamente con sus apóstoles; pero se encontró con la multitud que le buscaba para escuchar la palabra de Dios “y se compadeció de ellos”. En otros lugares dice el evangelio “porque eran como ovejas sin pastor”. Hay muchos en la vida que están desorientados. Unos quieren orientarse y otros no. Lo peor suele suceder que cuanto más faltos están de la palabra de Dios, menos hambre tienen. Por eso una de las grandes colaboraciones que Dios quiere de nosotros es el suscitar interés por las cosas de Dios y suscitar interés por las cosas de nuestros hermanos. No nos contentemos con lo nuestro. La comida no es sólo la satisfacción orgánica de la persona, sino un convivir unidos para prepararnos a convivir en la eternidad.

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Un tesoro escondido en un campo (...); un mercader que anda buscando perlas finas

Hoy, el Evangelio nos quiere ayudar a mirar hacia dentro, a encontrar algo escondido: «El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo» (Mt 13,44). Cuando hablamos de tesoro nos referimos a algo de valor excepcional, de la máxima apreciación, no a cosas o situaciones que, aunque amadas, no dejan de ser fugaces y chatarra barata, como son las satisfacciones y placeres temporales: aquello con lo que tanta gente se extenúa buscando en el exterior, y con lo que se desencanta una vez encontrado y experimentado.

El tesoro que propone Jesús está enterrado en lo más profundo de nuestra alma, en el núcleo mismo de nuestro ser. Es el Reino de Dios. Consiste en encontrarnos amorosamente, de manera misteriosa, con la Fuente de la vida, de la belleza, de la verdad y del bien, y en permanecer unidos a la misma Fuente hasta que, cumplido el tiempo de nuestra peregrinación, y libres de toda bisutería inútil, el Reino del cielo que hemos buscado en nuestro corazón y que hemos cultivado en la fe y en el amor, se abra como una flor y aparezca el brillo del tesoro escondido.

Algunos, como san Pablo o el mismo buen ladrón, se han topado súbitamente con el Reino de Dios o de manera impensada, porque los caminos del Señor son infinitos, pero normalmente, para llegar a descubrir el tesoro, hay que buscarlo intencionadamente: «También es semejante el Reino de los Cielos a un mercader que anda buscando perlas finas» (Mt 13,45). Quizá este tesoro sólo es encontrado por aquellos que no se dan por satisfechos fácilmente, por los que no se contentan con poca cosa, por los idealistas, por los aventureros.

En el orden temporal, de los inquietos e inconformistas decimos que son personas ambiciosas, y en el mundo del espíritu, son los santos. Ellos están dispuestos a venderlo todo con tal de comprar el campo, como lo dice san Juan de la Cruz: «Para llegar a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada».

Evangelio del domingo, 30 de julio de 2023

El evangelio de este día nos trae tres parábolas de Jesús para explicarnos lo que es el Reino de Dios: el trigo y la cizaña, el grano de mostaza y la levadura en la masa. Nos fijaremos especialmente en la primera porque es la más larga y porque Jesús mismo la explicó. Es imposible tener un sembrado sin ninguna maleza; mucho menos si ha venido un enemigo y ha sembrado allí hierva mala (cizaña). En el mundo crecen juntos los buenos y los malos. En el tiempo de Jesús había grupos como los fariseos y los esenios, que se tenían por justos y procuraban vivir separados de los “injustos”.

En la Iglesia también se dan los buenos cristianos junto con los menos cristianos, los tibios, los indiferentes o los pecadores. La mayoría de la gente tiene parte de bueno y parte de malo, o es gente que cambia: en momentos es mejor y en momentos es peor. Hay una tendencia instintiva en catalogar, en etiquetar a la gente, y muchas veces se divide la humanidad en buenos y malos. Pero la realidad no es así. Y lo que hoy nos dice Jesús es que no tenemos derecho a juzgar a las personas, porque además muchas veces nos equivocamos. Juzgamos con una autosuficiencia egoísta muy grande. En los medios informativos encontramos mucha intolerancia: insultos, descalificaciones. Y la mayoría de las veces se juzga por situaciones externas ya pasadas, sin dejar a la persona la libertad de poder cambiar y ser de otra manera.

Hoy Jesús nos estimula a tener paciencia, nos invita a la esperanza, que no es pasividad ni indiferencia. Hay que trabajar por el bien; pero con respeto a los otros, que pueden cambiar. El ejemplo de esta paciencia está en Dios. A veces en la Biblia, especialmente en algunos salmos, da la impresión de que Dios es impaciente y hasta vengativo; pero en los pasajes más notables de la Escritura no es así: Dios es clemente y misericordioso, lento a la ira y deseoso de perdonar. La Biblia es el libro de la paciencia de Dios para con su pueblo: llama a todos y a todos acoge y perdona a quien busca la conversión. La Iglesia tiene como misión encarnar la paciencia de Jesús y revelar el verdadero rostro del amor. Podemos recordar aquel suceso cuando algunos discípulos le pedían a Jesús que mandase bajar fuego del cielo contra una ciudad que no les quiso acoger. Jesús les tuvo que decir que no era ese su espíritu ni el mensaje que les había ido enseñando. Jesús reprueba el fundamentalismo religioso.

Hay que recordar que la verdadera separación de buenos y malos se hará después de la muerte. Dios es el único Juez, que juzgará con justicia y misericordia. Dios quiere que todos se salven, y por eso espera pacientemente, porque todos tienen alguna oportunidad de convertirse. Por eso nos rodea con su palabra, con el ejemplo de los buenos y la oración de los consagrados. Por nuestra parte debemos tener más tolerancia, que proviene del respeto a los otros para que haya convivencia. Respeto no es indiferencia o pasar de todo. El respeto indica proximidad para buscar un acuerdo.

El amor y el bien deben desarrollarse con sencillez, pero con grandiosidad, como la semilla pequeña o la levadura en la masa, para ir cambiando las estructuras de la sociedad. La parábola de la mostaza nos indica que la grandeza no está en la espectacularidad, sino en los pequeños actos de cada momento hechos con mucho amor. A nuestro alrededor encontramos personas a quienes catalogamos como peores que nosotros. ¿Conocemos su formación y sus sentimientos interiores? Por nuestra parte nos corresponde el respeto y trabajar siempre por la verdad y con mucha paciencia. Jesús nos da ejemplo de esta paciencia con los pecadores.

En su Pasión se reveló en todo su esplendor esta paciencia, mostrándolo con su perdón: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. Junto a la cruz había dos ladrones; pero uno mostró sus buenos sentimientos y Jesús le acogió con todo el afecto de su corazón. Así quiere que acojamos a todos con bondad y esperar que la misericordia de Dios sea grande con ellos y con nosotros en el juicio final.

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En el corazón del Camino de Santiago

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

mario iceta

 

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

Esta semana hemos celebrado la solemnidad de Santiago apóstol, hermano de Juan Evangelista, hijo de Zebedeo y discípulo predilecto del Señor. Desde que se dejó mirar por Él a orillas del mar de Galilea, formó parte del círculo más íntimo y cercano del Maestro. Tras la crucifixión, el apóstol no dejó de predicar la fe y de dar testimonio del Señor hasta el confín de la tierra.

Deseo aprovechar esta efeméride tan significativa por ser el Patrono de España, para recordar que Burgos –ciudad hospitalaria por excelencia del Camino de Santiago– se encuentra en el centro de ese precioso viaje al corazón del apóstol.

Solo hace falta rebuscar en la memoria para recordar los 32 hospitales de peregrinos documentados por la historiografía moderna que dan fe de este revelador hecho.

Según narran los historiadores, a partir de mediados del siglo XV, los chapiteles que adornan y culminan las torres de la catedral de Burgos se convirtieron en un faro que los peregrinos tomaban como punto de referencia cuando se encontraban a kilómetros de distancia. El Camino de Santiago, la calle mayor de Europa, es un lugar de encuentro y acogida para infinidad de culturas y pueblos. No solo en nuestra ciudad, sino en todos los senderos que conducen a Compostela.

¡Qué importante es caminar hacia un rumbo afianzado y hacerse camino para que otros puedan pasar! Caminar, para el cristiano, supone fiarse de las huellas que marcan la senda que ya ha recorrido Jesús, no quedarse pensando en la dificultad del trayecto o en las adversidades que podamos hallar a nuestro paso, sino confiar en que la Providencia llueve esperanzas allí donde más árida permanece la tierra. Cuando el camino y la meta es Cristo, cualquier contratiempo o dificultad se convierten en gracia para experimentar, aún con más fuerza, el abrazo inagotable del Amor.

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Parroquia Sagrada Familia