Abrazar la Cruz con el Santísimo Cristo de Burgos

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Comenzamos un nuevo curso pastoral, una nueva oportunidad para dejarnos alentar por el amor misericordioso del Padre y para abrazar la cruz de Jesús: el consuelo infinito con el que Dios responde a los males que desfiguran a la humanidad.

«El alma que anda en amor, ni cansa ni se cansa», dejó escrito san Juan de la Cruz. Hoy, con este recuerdo del querido santo carmelita, traigo a la memoria del corazón la festividad que conmemoramos el 14 de septiembre: la Exaltación de la Santa Cruz y también la fiesta del Santísimo Cristo de Burgos. Este día, ya próximo en el calendario, por la tarde, celebraremos la Eucaristía y portaremos al Santísimo Cristo a las calles de nuestra ciudad para recibir su bendición y manifestarle nuestro amor y agradecimiento.

La Cruz es el camino, la palabra y el gesto más grande del Amor. Y aunque muchas veces parece que Dios permanece en silencio y que no atiende a nuestra voz suplicante, su sentir nos habla desde donde mana la fuente de la misericordia, desde la Cruz de Cristo.

Abrazar el Madero supone recorrer la Vía Dolorosa hasta hacer, de nuestra vida, un camino acompasado con el amor de Jesús que siempre nos acompaña. La Resurrección es el culmen, la Tierra Prometida, pero hemos de ir configurando ese encuentro de rodillas, abarcando la soledad o el gozo de una oración que habla sin palabras o con el corazón colmado. Como escribía san Josemaría Escrivá, que pasó una larga temporada entre nosotros, en Burgos, en una de sus obras relativas a los misterios dolorosos de Cristo, «en la Pasión, la Cruz dejó de ser símbolo de castigo para convertirse en señal de victoria». La Cruz es el emblema del Redentor: «Allí está nuestra salud, nuestra vida y nuestra resurrección» (Vía crucis, II estación, n. 5).

Sin duda alguna, la esperanza más firme consiste en confiar la vida a Dios, abandonarla en sus manos. Porque Él ha probado nuestros sufrimientos, ha tomado la carne débil de nuestras miserias y ha asumido en su propio Cuerpo nuestra propia humanidad para convertir la Cruz en fuente de salvación.

En nuestra ciudad, celebramos con pasión y devoción la fiesta del Santísimo Cristo de Burgos. Varios documentos aseguran que llegó a la Península en un barco transportado por un comerciante burgalés y que el baúl que lo guardaba fue rescatado de una tempestad y traído hasta Burgos. Según dicha tradición, cuando dejó el Cristo en el convento de los Agustinos, las campanas doblaron por sí solas a la entrada del Cristo en la Iglesia. Desde entonces, la fama milagrosa se extendió y el Santo Cristo se convirtió en una referencia trascendental e insustituible en el pueblo burgalés, que lo incardinó en el centro de su devoción.

Finalmente, con la exclaustración del convento agustino, el Cristo de Burgos se conserva en la capilla de su mismo nombre de la catedral y constituye un lugar privilegiado de devoción. En esta morada, día tras día, se celebra la Eucaristía y está custodiado el Santísimo Sacramento para la veneración de los fieles. También es el lugar para recibir el sacramento de la reconciliación de manos de la Iglesia. Por tanto, ahí, en la Cruz transfigurada por la Resurrección, se concentra la obra salvífica que Cristo comenzó y que nos conduce a la gracia de la salvación, que alcanzará su plenitud al final del tiempo, cuando Dios sea todo en todos (1Co 15, 28).

Ciertamente, el camino de nuestra santificación personal y comunitaria pasa, de manera cotidiana, por la Cruz. Pero no como un lugar de sufrimiento sin sentido, sino como una entrega generosa que adquiere su verdad más profunda en un acontecimiento de eterno amor, como signo de la vida alcanzada al precio de la entrega plena y definitiva. Por tanto, reflexionemos sobre la muerte de Cristo en una Cruz, donde se nos invita a unirnos para resucitar con Él y en Él, abrazados por su amor que no conoce límites.

Ante este sacrificio redentor, nace en la Santísima Virgen María la esperanza de la Iglesia y de la humanidad. Le pedimos a la Madre del Señor y Madre nuestra, aquella que «mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz» (Lumen gentium, 58), que suscite en nosotros la fe y compasión, para que sepamos acoger –en nuestra propia vida– el amor de Dios que nos impulsa a derramarlo a manos llenas, con actos concretos, sobre nuestros hermanos.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga

Hoy, consideramos que ver a Jesús y seguirle requiere tener una obediencia madura que nos permita escuchar y ser responsables (capaces-de-responder). Y esto sólo es posible en las personas que verdaderamente se han liberado de los caprichos infantiles y de las pasiones: «El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Mt 16,24). Escuchar y responder a la llamada de Dios en nuestras vidas cotidianas significa ser capaces de olvidarnos de nosotros mismos y de servir a los demás. Sólo el amor hace factible este “riesgo” (cf. Heb 5:8-9).

Buda dice que «para vivir una vida pura de entrega uno no debe reputar nada como propio en medio de la abundancia». Un ejemplo es la vida familiar donde los padres se entregan total y generosamente al bienestar de la familia, quizás hasta el punto de olvidarse de sí mismos. Ellos procuran actuar así para que sus hijos estén bien preparados para que tengan mejor futuro. Si es así, además, la familia será una y unida.

Tenemos cientos de conmovedores ejemplos de profesores, médicos, agentes sociales, personas consagradas y santos. El Papa Francisco nos empuja a “ver” a Jesús en nuestra vida corriente, pues «aunque la vida de una persona se mueva en un terreno lleno de espinas y malezas, hay siempre espacio en el cual la buena semilla puede crecer. ¡Tenéis que confiar en Dios!».

Un grano de trigo puede liberar toda su vitalidad sólo cuando se rompe y muere, como Jesús el cual muriendo mostró todo su amor dando la vida. El ejemplo del grano de trigo es la vida misma de Jesús y de cada discípulo que le sirve, que da testimonio de Él y que tiene vida en Él: «El que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16,25). ¡Amén!

Evangelio del domingo, 3 de septiembre de 2023

Esta parte del evangelio de hoy es la continuación del domingo pasado, cuando Jesús prometía el primado o la principal responsabilidad en la Iglesia a san Pedro, ya que había tenido la valentía, inspirado por Dios, de proclamar que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios. Las palabras de hoy son desconcertantes porque Jesús le dice a Pedro que actúa mal, dejándose ahora llevar por el instinto humano, cuando le quiere apartar del verdadero mesianismo, el que quiere su Padre del cielo. San Pedro en ese momento, que todavía no es santo, hace las veces de tentador y Jesús le rechaza como si fuese Satanás, a quien rechazó de la misma manera en el desierto.

Quizá para que sus discípulos no se hicieran falsas ilusiones, según era el concepto materialista y triunfante que tenían sobre el Mesías, les dice cuál es su futuro y el de todos aquellos que quieran seguirle. Les habla de sufrimiento, que es además la voluntad de su Padre. Por eso dice que “tiene que ir”. No es acoger el dolor por el dolor, pues sería masoquismo. No se trata de un conformismo, sino que es aceptar la cruz por amor, porque es un bien para la humanidad y es la suprema muestra de amor de Dios por nosotros. Tampoco es que todo va a terminar en cruz. Jesús habla ya de resurrección, porque en cristiano toda cruz termina en gloria. Pero san Pedro no se fija en esto último, sino que le ha impresionado lo del sufrimiento, porque le parece un contrasentido hablar de mesianismo y de sufrimiento al mismo tiempo. Quizá también pensaba que si la cruz le venía al Maestro, otros males les vendrían a los discípulos.

El hecho es que le quiere disuadir de esa idea. Cierto es que tiene una pequeña delicadeza no diciéndoselo ante los demás, sino aparte; pero le reprende a Jesús. Eso era una osadía, pues en los libros rabínicos estaba que el reprender un discípulo a su maestro era causa de inmediata expulsión de la escuela. Es lo mismo como cuando nosotros decimos: “¿Cómo puede Dios permitir esto? ¿Porqué Dios me da esto a mi?”

La respuesta de Jesús es la misma que había usado para rechazar a Satanás que le quería seducir con la gloria mundana. Hay una tentación constante en nosotros y en la Iglesia: la tentación de compartir el poder con los poderosos, los muy ricos o con los que tienen algún éxito material. La respuesta de Jesús, más que dura, es teológica y pedagógica. Es como una nueva invitación a seguirle, sin intentar enmendarle. Es también un hacerle ver a Pedro y a nosotros que hay dos modos de concebir la vida: al modo humano o al modo divino, según “la carne y la sangre” o según la mirada de Dios. Claro que estas dos mentalidades muchas veces están dentro de la misma persona, como aquí le pasó a Pedro. Muchas veces la oposición está en lo que uno piensa y luego hace. Por ejemplo, uno se confiesa, pero sin arrepentirse, o comulga sin estar verdaderamente unido con Jesús. Pasa hasta dentro de la Iglesia. Menos mal que con respecto a materias de fe y de moral, cuando se pronuncia solemnemente la Iglesia, tiene la promesa de la infalibilidad. Pero luego siempre hay alguno, incluso entre obispos y más entre sacerdotes, que piensa y actúa no como Dios, sino como los hombres, aunque en realidad no son tantos. Tentaciones tendremos todos, pero hoy debemos pedir con más fe: “No nos dejes caer en la tentación”.

Y Jesús luego les dice cómo debe actuar el que quiera ser discípulo suyo. Debe “negarse a sí mismo”. Esta es una expresión oriental que significa: “Vivir de cara a los demás, no ser egoísta”. Esto nos dará sufrimientos, conflictos y hasta quizá habrá que arriesgar la vida; pero ese desprenderse de sí mismo, amar, perder la vida por hacer el bien, en realidad es “ganarla”. El anuncio del Evangelio trae consigo la persecución y el sufrimiento. Quizá cuando san Mateo recogía estas palabras de Jesús estaba viendo que en verdad las persecuciones ya se estaban dando. Pero todo este pronunciamiento de Jesús es como un grito de alegría y esperanza: perder la vida por la Causa de Jesús nos habilita para alcanzar la plenitud, la gloria de la resurrección.

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Desde el corazón de Lourdes, con la Virgen y los enfermos

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Escribo estas líneas desde el Santuario de Nuestra Señora de Lourdes, donde estoy de peregrinación enfermos y personas mayores de nuestra archidiócesis burgalesa.

Sumergido en pleno corazón de este valle rebosante de fe, consuelo y esperanza, y acompañando a estos tan queridos hermanos y hermanas que son gigantes en el testimonio diario de amor, tan solo puedo confesar que la Virgen nos acompaña materna y silenciosamente en los desafíos que todos tenemos que afrontar en nuestra vida cotidiana.

Mirar a los ojos de la Virgen desanuda cualquier desaliento o malestar, porque su compañía es bálsamo, alivio y paz. Y aquí, a los pies de la Gruta, uno percibe el inmenso regalo de su amor incondicional.

Bajo este manto de amor materno es sencillo rememorar cómo Dios «escoge a lo débil a los ojos del mundo para confundir las vanidades del mundo» (1 Cor 1:27). Las palabras de san Pablo, quien manifiesta que Dios escoge lo más «débil» para confundir a los sabios y fuertes, adquieren un valor que sobrepasa la razón. Para Jesús, su prójimo es aquel que yace ante la dureza de la vida o del desamor (cf. Lc 10, 29 ss); y cada uno de sus gestos nacía y moría en el corazón de los necesitados.

Rodeado de los queridos enfermos, personas mayores y acompañantes, permanezco en silencio frente al lugar donde se le apareció la Inmaculada Concepción a santa Bernardita, pastora sencilla y humilde, canonizada por la Iglesia en 1933. La Gruta, fuente de gracia que brota de manera incesante para toda la humanidad, acoge sin excepción a cualquier corazón en busca de consuelo.

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¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? (...). Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?

Hoy, la profesión de fe de Pedro en Cesarea de Filipo abre la última etapa del ministerio público de Jesús preparándonos al acontecimiento supremo de su muerte y resurrección. Después de la multiplicación de los panes y los peces, Jesús decide retirarse por un tiempo con sus apóstoles para intensificar su formación. En ellos empieza hacerse visible la Iglesia, semilla del Reino de Dios en el mundo.

Hace dos domingos, al contemplar como Pedro andaba sobre las aguas y se hundía en ellas, escuchábamos la reprensión de Jesús: «¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?» (Mt 14,31). Hoy, la reconvención se troca en elogio: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás» (Mt 16,17). Pedro es dichoso porque ha abierto su corazón a la revelación divina y ha reconocido en Jesucristo al Hijo de Dios Salvador. A lo largo de la historia se nos plantean las mismas preguntas: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? (...). Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,13.15). También nosotros, en un momento u otro, hemos tenido que responder quién es Jesús para mí y qué reconozco en Él; de una fe recibida y transmitida por unos testigos (padres, catequistas, sacerdotes, maestros, amigos...) hemos pasado a una fe personalizada en Jesucristo, de la que también nos hemos convertido en testigos, ya que en eso consiste el núcleo esencial de la fe cristiana.

Solamente desde la fe y la comunión con Jesucristo venceremos el poder del mal. El Reino de la muerte se manifiesta entre nosotros, nos causa sufrimiento y nos plantea muchos interrogantes; sin embargo, también el Reino de Dios se hace presente en medio de nosotros y desvela la esperanza; y la Iglesia, sacramento del Reino de Dios en el mundo, cimentada en la roca de la fe confesada por Pedro, nos hace nacer a la esperanza y a la alegría de la vida eterna. Mientras haya humanidad en el mundo, será preciso dar esperanza, y mientras sea preciso dar esperanza, será necesaria la misión de la Iglesia; por eso, el poder del infierno no la derrotará, ya que Cristo, presente en su pueblo, así nos lo garantiza.

Parroquia Sagrada Familia