Evangelio del domingo, 19 de junio de 2022

Hoy es la fiesta del Corpus o de la Eucaristía. Decir Eucaristía es decir algo importantísimo y central en nuestra religión. Se llama del “Corpus” o “del Cuerpo y la Sangre” de Cristo, porque en el lenguaje semita del tiempo de Jesús solían decir “el cuerpo y la sangre” para significar toda la persona. Jesús, al instituir la Eucaristía, consagró primero el pan y luego el vino, como significando su muerte, realidad que representamos en la Misa, aunque Cristo está vivo resucitado. Así nos lo narra hoy san Pablo en la 2ª lectura, unos 20 años después, diciendo que era algo muy precioso que había recibido en tradición desde Jesús por medio de los apóstoles.

De hecho la fiesta principal de la Eucaristía es el Jueves santo, día de la Institución; pero ese día tiene sombras de tristeza porque está inminente la muerte de Jesús en el Viernes santo. Por eso surgió esta fiesta, al terminar el tiempo de Pascua, tiempo de alegría, para honrar la presencia permanente de Cristo en la Eucaristía. En este día se saca a Cristo sacramentado en procesión por las calles o junto al templo para que todos le podamos honrar y celebrar con nuestros cantos y actos de fe.

La ocasión para esta fiesta fue un milagro muy célebre, el de Bolsena, cuando un sacerdote, que dudaba de su fe, diciendo Misa, vio cómo la sagrada Hostia sangraba en abundancia. El papa, al constatar que era un verdadero milagro, ordenó hacer la fiesta y encargó los textos litúrgicos e himnos a Sto. Tomás de Aquino. La Eucaristía tiene muchas realidades importantes; pero en esta fiesta celebramos sobre todo la permanencia de Jesús, no sólo en la Misa y cuando comulgamos, sino después cuando permanece en el sagrario para que le visitemos y adoremos. Nuestra fe nos dice que allí está Jesús, no sólo por lo que hizo el jueves santo, sino por el don que les dio a sus apóstoles y sucesores. Así lo ha creído siempre nuestra Iglesia, habiendo muchos que han dado su fe proclamándolo, y Dios ha hecho muchos milagros para confirmarlo.

El evangelio de este año correspondiente al ciclo C, nos habla del milagro de la multiplicación de panes y peces. Siempre se ha visto este milagro como un símbolo de la Eucaristía. San Juan narra el discurso que tiene Jesús anunciando la Eucaristía al día siguiente del milagro. Jesús se quedó entre nosotros, no sólo para que le visitemos, sino principalmente para ser alimento especial para nuestra vida en el espíritu. Desgraciadamente muchos le reciben, siendo enemigos suyos, y en algunos lugares ha sido vilmente ultrajado, habiendo sido derramadas por el suelo y pisoteadas las Sagradas Hostias. Jesús respeta la libertad; pero esta fiesta debe servirnos, en la comunión y en la procesión, para que le desagraviemos. Uniéndonos a Jesús, debemos reparar esos ultrajes, con nuestra fe y sobre todo con nuestro amor.

Este milagro de la multiplicación de panes y peces tiene también un signo comunitario, como lo tiene la Eucaristía. Jesús les dice a los apóstoles que ellos den de comer a la gente. Ellos tienen sólo unos pocos panes y peces; pero lo dan a Jesús. Es su colaboración; pero con ello Jesús alimenta a la multitud. El día del Corpus es día también de la caridad. Por la Eucaristía adquirimos el compromiso de compartir. Y no sólo el de compartir, sino el de reconocer en el otro la dignidad de la persona humana.

En la Misa hay varios momentos especiales en que podemos expresar nuestra fe en la presencia de Cristo. Después de la Consagración, en la elevación miramos a la Hostia Sagrada y miramos al cáliz donde está la Sangre de Cristo, junto con su Cuerpo y Divinidad, y proclamamos que Él es nuestro Señor, que significa estar a sus órdenes en todo, ya que ello es al mismo tiempo nuestra mayor felicidad. Cuando Le recibimos en la Comunión, el sacerdote nos dice: “El Cuerpo de Cristo”, a lo cual nosotros respondemos con el “Amén”, que significa un acto de fe en la presencia de Cristo.

Asistamos este día con dignidad y entusiasmo a la veneración de Cristo presente en la Eucaristía para que un día le veneremos más visiblemente en el Cielo.

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Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa

Hoy celebramos la solemnidad del misterio que está en el centro de nuestra fe, del cual todo procede y al cual todo vuelve. El misterio de la unidad de Dios y, a la vez, de su subsistencia en tres Personas iguales y distintas. Padre, Hijo y Espíritu Santo: la unidad en la comunión y la comunión en la unidad. Conviene que los cristianos, en este gran día, seamos conscientes de que este misterio está presente en nuestras vidas: desde el Bautismo —que recibimos en nombre de la Santísima Trinidad— hasta nuestra participación en la Eucaristía, que se hace para gloria del Padre, por su Hijo Jesucristo, gracias al Espíritu Santo. Y es la señal por la cual nos reconocemos como cristianos: la señal de la Cruz en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

La misión del Hijo, Jesucristo, consiste en la revelación de su Padre, del cual es la imagen perfecta, y en el don del Espíritu, también revelado por el Hijo. La lectura evangélica proclamada hoy nos lo muestra: el Hijo recibe todo del Padre en la perfecta unidad: «Todo lo que tiene el Padre es mío», y el Espíritu recibe lo que Él es, del Padre y del Hijo. Dice Jesús: «Por eso he dicho: ‘Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros’» (Jn 16,15). Y en otro pasaje de este mismo discurso (15,26): «Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí».

Aprendamos de esto la gran y consoladora verdad: la Trinidad Santísima, lejos de ponerse aparte, distante e inaccesible, viene a nosotros, habita en nosotros y nos transforma en interlocutores suyos. Y esto por medio del Espíritu, quien así nos guía hasta la verdad completa (cf. Jn 16,13). La incomparable “dignidad del cristiano”, de la cual habla varias veces san León el Grande, es ésta: poseer en sí el misterio de Dios y, entonces, tener ya, desde esta tierra, la propia “ciudadanía” en el cielo (cf. Flp 3,20), es decir, en el seno de la Trinidad Santísima.

La vida contemplativa: el corazón orante de la Iglesia

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

mario iceta

 

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

Decía san Benito de Nursia que «el corazón de Jesús es nuestro modelo, nuestro guía, nuestro todo» (c. 348). Y en ese corazón que ama sin medida descansamos hoy, solemnidad de la Santísima Trinidad, cuando celebramos la Jornada Pro Orantibus.

Con el lema La vida contemplativa: lámparas en el camino sinodal, los obispos de la Comisión Episcopal para la Vida Consagrada ponen su mirada en tantos rostros que lo han dejado todo para contemplar al Señor: aquellos que «se convierten en testigos de la Luz y pueden ofrecer al Pueblo de Dios su “misteriosa fecundidad”». Desde la escucha, la conversión y la comunión, pilares básicos de la vida contemplativa, «empujan a toda la Iglesia a ensanchar el espacio de su tienda y a salir en peregrinación».

No hay un solo lugar en el mundo que se encuentre solo, huérfano o abandonado, si mora un alma contemplativa. Estos centinelas del Amor, antorchas en la noche más desierta, adornan –desde la oración y en el silencio de lo escondido– cualquier corazón en ruinas.

Cuánta belleza esconde el vivir en el silencio sonoro de Dios, mirar cada instante con los ojos de Jesús, desprenderse de uno mismo para nacer en el corazón sufriente de un hermano o hacer de la entrega silenciosa una oblación personal al servicio del Amado. La vida contemplativa es un don, una ofrenda admirable para quienes anhelamos pasar toda una vida y una eternidad en Cristo, «esplendor de la gloria del Padre» (Heb 1, 3).

«¿Qué sería de la Iglesia sin la vida contemplativa?, ¿qué sería de los miembros más débiles de la Iglesia que encuentran en vosotros un apoyo para continuar el camino?, ¿qué sería de la Iglesia y del mundo sin los faros que señalan el puerto a quien está perdido en alta mar, sin las antorchas que iluminan la noche oscura que atravesamos, sin los centinelas que anuncian el nuevo día cuando todavía es de noche?», preguntó el Papa Francisco, durante la Jornada Pro Orantibus, celebrada en 2018. Cuestiones que ahora, cuando volvemos a recrear los frutos incansables de esta fascinante misión por el Reino, inundan el corazón.

Queridas comunidades de vida contemplativa: ¡cuánta falta nos hacéis y qué sería de nosotros sin vosotros! Sois el corazón orante de la Iglesia, candelas que –como el ciego del Evangelio (Lc 18, 35)– devolvéis la vista a los que no pueden ver, razón de una esperanza (1 Pe 3, 15) que solo puede comprenderse con los ojos del alma.

Hoy, la Iglesia os pone al frente de una manera especial y os llama a ser lámparas en el camino para que vuestros carismas mejores alumbren la oscuridad de nuestros miedos, unan aquello que nos separa y alivien nuestras miserias.

Hoy, acallamos tanto ruido y nos dejamos caer en vuestro silencio sonoro, consagrado a la contemplación del Amor divino, allí donde oráis sin desfallecer, donde Dios habita en vuestras moradas, donde nos enseñáis a ser «custodios para todos del pulmón de la oración» (Evangelii gaudium, n. 262). El tiempo presente «lo recorre la Iglesia entera en unidad de espíritu y de misión», destacan los obispos en su carta para esta Jornada. Las monjas y monjes de nuestros monasterios «buscan la luz de Dios y la derraman sobre el rostro de la Iglesia».

Que la Virgen María, modelo de contemplación en la escucha, el silencio, la entrega y la comunión, nos ayude –iluminados por vuestro perseverante y fiel testimonio– a buscar continuamente el rostro de Dios. Gracias por escuchar la voz del Espíritu para ser custodios de Aquel que, cuando llega la noche oscura, nos ilumina y habita, nos abraza y sostiene.

Con gran afecto, os deseo un feliz domingo de la Santísima Trinidad.

Evangelio del domingo, 12 de junio de 2022

Hoy es una fiesta importante en la Iglesia, porque queremos celebrar a Dios en su esencia interior y en su relación con nosotros. Si Dios nos ha creado y es nuestro destino eterno, nos interesa más que todo conocer a Dios lo más íntimamente posible. Nuestra razón nos dice que Dios es solo uno, porque debe haber Alguien que sea principio de todo y que tenga todas las buenas cualidades posibles, como el ser eterno, todopoderoso, inmenso, y sobre todo ser bueno. Esto es lo principal que nos reveló Jesús: que Dios es AMOR. Y por el hecho de que es amor, medio comprendemos algo de que, aunque sea uno, no puede estar solo, no puede ser alguien solitario, sino que debe ser como una familia donde circule ampliamente el amor.

El misterio de la Stma. Trinidad, un solo Dios y tres personas, de alguna manera tiene indicios en el Ant. Testamento y en otras religiones; pero fue Jesucristo quien nos lo reveló y nos enseñó la grandeza del amor del Padre entregando a su Hijo, quien al mismo tiempo con el Padre envía al Espíritu Santo para ayudarnos en nuestro caminar hacia Dios. En este año, que es del ciclo C, nos presenta el evangelio unas palabras de Jesús en la Ultima cena. Ahí les dice a los apóstoles que tendría que decirles muchas cosas o explicarles más ampliamente todo lo que les había dicho en aquellos años; pero ellos aún no están capacitados para comprenderlo todo. Por eso, al marcharse de este mundo, les envía Alguien que les va a ayudar a comprender todo. 

Ese Alguien, de quien habla ampliamente en esa Cena, es el Espíritu Santo, una persona divina, porque va a realizar acciones que sólo Dios puede hacer. Él dará total gloria a Jesús y nos enseñará con exactitud lo que Jesús estaba enseñando. Pero dice Jesús que lo que enseña no es suyo, sino que El mismo lo ha recibido del Padre. De aquí la grandeza de este misterio, que se fundamenta en el amor interno.

Este amor de Dios no se queda entre los Tres, sino que sale a crear seres con los cuales pueda gozarse en el amor. Por eso creó ángeles, seres espirituales, y seres humanos, que somos mezcla de materia y espíritu. Nos creó para que haya un intercambio de amor ahora y por la eternidad. Por eso este misterio de la Stma. Trinidad no es sólo el centro de nuestra fe, sino, como dice el catecismo, debe ser el centro de nuestra vida. Nuestra fe nos dice que el Padre envía a su Hijo como muestra del inmenso amor por la humanidad, el Hijo, con suprema obediencia, se entrega a la muerte por amor a la humanidad, y el Espíritu Santo es enviado por el Padre y el Hijo para actualizar la obra salvadora de Jesús entre nosotros por todos los siglos.

Para cada uno de nosotros es diferente Dios, si nuestra relación es como criatura, como esclavos o como hijos. Nuestra vida será distinta si actualizamos nuestra postura de hijos ante Dios Padre, que nos ama más que el mejor de los padres o de las madres, si convivimos con una experiencia más fraternal hacia Jesucristo, que resucitado está vivo en la Iglesia, especialmente en la Eucaristía, y si sabemos tratar en amistad con el Espíritu Santo, que nos da la fuerza del vivir para poder realizar las labores humanas con una vitalidad casi divina por medio de los dones del Espíritu.

Muchas veces invocamos a la Stma. Trinidad y lo hacemos con poca atención. La Santa Misa está envuelta en invocaciones a la Trinidad: Comenzamos haciendo la señal de la cruz en el nombre de la Trinidad y terminamos con la bendición que da el sacerdote en el nombre de la Trinidad. Dentro de la misa está el gloria, que es alabanza a los Tres, el Credo, profesando nuestra fe en la Trinidad. Y así casi todas las oraciones, que se dirigen al Padre, por medio de su Hijo en el Espíritu.

Muchas veces decimos: “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo”. Que lo digamos con entusiasmo y mucho amor, para que esa comunidad de vida que hay en la Trinidad sea un ejemplo a seguir en nuestras comunidades, ya que hemos sido creados “a imagen y semejanza de Dios”.

 

Lectura del santo evangelio según san Juan 16, 12-15

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

«Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará.»

Recibid el Espíritu Santo

Hoy, en el día de Pentecostés se realiza el cumplimiento de la promesa que Cristo había hecho a los Apóstoles. En la tarde del día de Pascua sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22). La venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés renueva y lleva a plenitud ese don de un modo solemne y con manifestaciones externas. Así culmina el misterio pascual.

El Espíritu que Jesús comunica, crea en el discípulo una nueva condición humana, y produce unidad. Cuando el orgullo del hombre le lleva a desafiar a Dios construyendo la torre de Babel, Dios confunde sus lenguas y no pueden entenderse. En Pentecostés sucede lo contrario: por gracia del Espíritu Santo, los Apóstoles son entendidos por gentes de las más diversas procedencias y lenguas.

El Espíritu Santo es el Maestro interior que guía al discípulo hacia la verdad, que le mueve a obrar el bien, que lo consuela en el dolor, que lo transforma interiormente, dándole una fuerza, una capacidad nueva.

El primer día de Pentecostés de la era cristiana, los Apóstoles estaban reunidos en compañía de María, y estaban en oración. El recogimiento, la actitud orante es imprescindible para recibir el Espíritu. «De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno» (Hch 2,2-3).

Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y se pusieron a predicar valientemente. Aquellos hombres atemorizados habían sido transformados en valientes predicadores que no temían la cárcel, ni la tortura, ni el martirio. No es extraño; la fuerza del Espíritu estaba en ellos.

El Espíritu Santo, Tercera Persona de la Santísima Trinidad, es el alma de mi alma, la vida de mi vida, el ser de mi ser; es mi santificador, el huésped de mi interior más profundo. Para llegar a la madurez en la vida de fe es preciso que la relación con Él sea cada vez más consciente, más personal. En esta celebración de Pentecostés abramos las puertas de nuestro interior de par en par.

Parroquia Sagrada Familia