Evangelio del domingo, 23 de octubre de 2022

Desde niños hemos aprendido que para rezar bien hay que hacerlo con atención, humildad, confianza y perseverancia. El domingo pasado el evangelio nos enseñaba sobre la perseverancia. Hoy Jesús nos enseña que para que una oración sea una comunicación verdadera con Dios debe hacerse con humildad. La humildad no consiste en una postura o palabras concretas, sino que es una actitud del alma ante Dios, reconociendo que Dios es el Todo, nosotros muy poca cosa, y sobre todo cuando esa oración va unida al amor hacia Dios y al amor hacia nuestros semejantes.

Hoy Jesús nos lo enseña con una parábola. Dice el evangelio que lo dijo “para aquellos que confiaban en sí mismos, teniéndose por justos y despreciaban a los demás”. Estos solían ser muchos de los fariseos, pero también los había y los hay entre quienes se llaman discípulos de Jesús. Dos hombres, dice Jesús, suben al templo a orar. Uno era un fariseo. Por lo tanto para la gente era tenido por hombre bueno, cumplidor perfecto de la ley. El otro era un publicano. Para la gente era un pecador, pues solían cobrar de más y se aprovechaban de los pobres. En la oración el fariseo parece que no dice ninguna mentira, ve las cosas buenas que ha hecho y hasta más de lo estrictamente obligado. Y sin embargo la oración de éste no agrada a Dios, mientras que sí agrada la oración del publicano. ¿En qué estaba la diferencia?

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¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí...

Hoy leemos con atención y novedad el Evangelio de san Lucas. Una parábola dirigida a nuestros corazones. Unas palabras de vida para desvelar nuestra autenticidad humana y cristiana, que se fundamenta en la humildad de sabernos pecadores («¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!»: Lc 18,13), y en la misericordia y bondad de nuestro Dios («Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado»: Lc 18,14).

La autenticidad es, ¡hoy más que nunca!, una necesidad para descubrirnos a nosotros mismos y resaltar la realidad liberadora de Dios en nuestras vidas y en nuestra sociedad. Es la actitud adecuada para que la Verdad de nuestra fe llegue, con toda su fuerza, al hombre y a la mujer de ahora. Tres ejes vertebran a esta autenticidad evangélica: la firmeza, el amor y la sensatez (cf. 2Tim 1,7).

La firmeza, para conocer la Palabra de Dios y mantenerla en nuestras vidas, a pesar de las dificultades. Especialmente en nuestros días, hay que poner atención en este punto, porque hay mucho autoengaño en el ambiente que nos rodea. San Vicente de Lerins nos advertía: «Apenas comienza a extenderse la podredumbre de un nuevo error y éste, para justificarse, se apodera de algunos versículos de la Escritura, que además interpreta con falsedad y fraude».

El amor, para mirar con ojos de ternura —es decir, con la mirada de Dios— a la persona o al acontecimiento que tenemos delante. San Juan Pablo II nos anima a «promover una espiritualidad de la comunión», que —entre otras cosas— significa «una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado».

Y, finalmente, sensatez, para transmitir esta Verdad con el lenguaje de hoy, encarnando realmente la Palabra de Dios en nuestra vida: «Creerán a nuestras obras más que a cualquier otro discurso».

Domund: Seréis mis testigos

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«El Espíritu Santo vendrá sobre vosotros y recibiréis su fuerza, para que seáis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). Del corazón de estas palabras, fruto del último diálogo de Jesús Resucitado con sus discípulos antes de ascender al Cielo, nace el lema de la Jornada Mundial de las Misiones 2022: Seréis mis testigos.

Hoy, cuando celebramos el Domund, conmemoramos la manera tan testimonial en que la Iglesia universal reza por los misioneros y colabora con las misiones. Y aunque cada año es especial, en esta ocasión celebramos 200 años al servicio de la misión.

200 años siguiendo la estela de los apóstoles, hombres colmados de fragilidades que, como manifiesta el director de OMP en España, José María Calderón, «se extendieron por todo el mundo», sin miedos, sin complejos, sin protestas ni condiciones «para llevar aquello que habían descubierto en el Corazón de Cristo, que les había cambiado la vida». Una llamada del Padre y, a la vez, una invitación hacia nuestro despertar más humano, a ser como esos testigos de Dios en cada uno de los rincones de la tierra; sembrando dignidad donde escasee la justicia y desplegando –a cuerpo entero– el corazón de Jesús de Nazaret en esos horizontes donde nunca fue anunciada la Palabra.

200 años testimoniando el Amor Crucificado y Resucitado, sosteniendo el dolor, el desaliento, la soledad y, también, la alegría de millones de personas que encuentran en estos testigos la esperanza de sus vidas rotas. Sin duda alguna, el testimonio de vida evangélica de los cristianos es primordial para la transmisión de la fe, pues –como expresa Pablo VI en Evangelii nuntiandi– «será, sobre todo, mediante su conducta, mediante su vida, cómo la Iglesia evangelizará al mundo»; es decir, «mediante un testimonio vivido de fidelidad a Jesucristo, de pobreza y desapego de los bienes materiales, de libertad frente a los poderes del mundo, en una palabra, de santidad».

200 años dejando entreabierta, con sumo cuidado y delicadeza, la puerta de la fe (cf. Hch 14, 27), el sendero que introduce en la vida de comunión con  Dios  y  permite  la  entrada  en  la  Iglesia.

«La identidad de la Iglesia es evangelizar», recuerda el Papa Francisco en su mensaje para esta jornada. Una misión que ha de llevarse a cabo «en comunión con la comunidad eclesial y no por propia iniciativa». No es casual, asegura, «que el Señor Jesús haya enviado a sus discípulos en misión de dos en dos». En este sentido, el testimonio que los cristianos dan de Cristo «tiene un carácter sobre todo comunitario» y, por eso, la presencia de una comunidad, incluso pequeña, para llevar adelante la misión «tiene una importancia esencial».

Hoy, cada cristiano está llamado a ser misionero y testigo de Cristo: de su vida, pasión, muerte y resurrección, por amor al Padre y a la humanidad. Como exhorta el Papa, sigue siendo necesario y fundamental «retomar la valentía, la franqueza, esa parresía de los primeros cristianos, para testimoniar a Cristo con palabras y obras, en cada ámbito de la vida».

Imitemos a nuestros hermanos misioneros como Iglesia enviada que a nada teme porque, con Dios, nada le falta; salgamos «hasta los confines de la tierra» (como invita el lema) a anunciar a Cristo por todas partes (cf. Hch 8, 14), recorramos las periferias de la historia, vayamos a donde nadie quiere ir y quedémonos a la espera de esa palabra, de ese gesto o de ese abrazo que Jesús usará a través de un hermano para darle un sentido nuevo a la vida.

El Espíritu Santo fortaleció a los apóstoles para que rompiesen con sus miedos y debilidades, y fuesen eternamente testigos de la resurrección (cf. Hch 1, 22). El Espíritu, recalca el Papa, es el verdadero protagonista de la misión, «es Él quien da la palabra justa, en el momento preciso y en el modo apropiado».

Hoy, en este día tan especial, le pedimos a la Virgen María que nos ayude a ser esa Iglesia misionera que, cada día, anhela el corazón de Dios. Que Ella, la Reina de las misiones, la estrella de la evangelización y la bienaventurada que se hace eco del amor inagotable del Padre, proteja a los misioneros bajo su mirada y nos ayude a todos, sin distinción, a dar testimonio del Reino de Dios con palabras y obras. Seamos testigos, hoy y siempre, por amor.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga

«Seréis mis testigos» DOMUND 23 octubre 2022

DOMUND Jornada Mundial de las Misiones
El Domund es el día en que, de un modo especial, la Iglesia universal reza por los misioneros y colabora con las misiones.
Se celebra en todo el mundo el penúltimo domingo de octubre, el “mes de las misiones”.
Este año el Domund cumple 200 años al servicio de la misión.

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Evangelio del domingo, 16 de octubre de 2022

Jesús tenía mucho interés en enseñar a sus discípulos a orar, pues es básico en la religión el hecho de poder hablar con Dios, que es nuestro Padre. En este hablar con Dios, como somos criaturas y débiles, necesariamente debemos pedir con frecuencia. Jesús mismo nos enseñó una gran oración para pedir: el Padrenuestro. Hoy nos dice que debemos orar con insistencia para poder conseguir nuestras peticiones.

Para ello nos pone el ejemplo de una viuda que por la insistencia consigue ante un juez lo que se propone. En aquel tiempo una viuda era un ser desamparado, ya que la sociedad era muy machista. Por eso aquel juez, a quien le describe el evangelio sin respeto para con Dios ni para los hombres, va dando largas al asunto, pues cree que una pobre viuda no le va a convencer. Sin embargo acepta la justicia por la insistencia tenaz de aquella mujer. Entonces Jesús, poniendo una comparación, que raya en lo ridículo por la distancia infinita, nos dice: “¿Cómo Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche?”

Ante esto quizá la dificultad más evidente es la que muchos ponen: Hay muchas ocasiones en que una persona pide mucho a Dios una gracia y, después de pedirlo mucho tiempo y con mucha insistencia, se queda sin recibir la gracia. La primera consideración es sobre lo que pedimos. Hay cosas que pedimos que, aunque nosotros no lo veamos claro, Dios ve que, si lo concede, no será para nuestra salvación ni para la gloria de Dios, pues quizá mostramos en ello nada más que nuestro egoísmo. A veces pedimos cosas imposibles como el que toque la lotería en cierto número cuando otro le está pidiendo que toque en otro número. Lo mismo pasa cuando uno pide que gane un equipo en deportes cuando otro está pidiendo que gane otro equipo.

A veces se piden cosas difíciles, como puede ser la conversión de una persona. Depende de la disposición de éste; pero se necesita tiempo y quizá lágrimas, como santa Mónica pidiendo por la conversión de su hijo Agustín. A veces creemos que hemos pedido con perseverancia, pero nos hemos cansado enseguida. Parece que tomamos a Dios como algo mecánico sin buscar el verdadero provecho espiritual.

Lo importante es que la oración debe estar unida a la fe. Seguimos orando porque debemos seguir aumentando la fe y la confianza. Hay otras ocasiones en que Jesús nos dice que no hace falta “machacar” demasiado a Dios con nuestras peticiones porque Dios sabe lo que necesitamos. Cuando hay mucha fe, como en la Virgen María, no se necesita perseverancia, sino una simple exposición: “No tienen vino”. Pero como dice Jesús al final: “¿Encontrará Dios esta fe en la tierra?” Lo más importante en nuestra vida es unirnos con Dios para estar unidos en el cielo. Si Dios fuese como algo mecánico que da favores fáciles – y normalmente materiales- el amor y la verdadera entrega filial podría faltar en muchos. Por eso necesitamos perseverar: no tanto para que Dios se acuerde de nosotros, sino para que nosotros no nos olvidemos de Él.

Rezar es sobre todo amar, porque al mismo tiempo que le pedimos, debemos estar agradecidos por tanto que nos ha dado. Necesitamos perseverar para aumentar nuestra actitud de humildad y confianza y de escucha sobre su voluntad. Si así lo hacemos, ya hemos conseguido algo valioso, quizá más que lo que estamos pidiendo.

Dios no sólo quiere que le pidamos cosas buenas, como es la venida de su Reino, sino que nos impliquemos en esa venida. Por ejemplo, si pedimos la paz, que seamos pacíficos; si pedimos perdón, que sepamos perdonarnos; si pedimos justicia, que seamos justos con los demás. Es posible que el evangelista aquí pida con insistencia la justicia por las injusticias que ya sufría la primitiva cristiandad, cuando clamaba con insistencia: “Maranatha, ven Señor Jesús”, buscando la protección del Señor.

La oración, más que recordarle a Dios la necesidad, es un acto de fe, una expresión de amor y una aceptación libre de su voluntad que quiere lo mejor para nosotros.  

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Parroquia Sagrada Familia