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Hoy, el Evangelio nos invita a reflexionar sobre nuestro seguimiento de Cristo. Importa saber seguirlo como Él lo espera. Santiago y Juan aún no habían aprendido el mensaje de amor y de perdón: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?» (Lc 9,54). Los otros convocados aún no se desprendían realmente de sus lazos familiares. Para seguir a Jesucristo y cumplir con nuestra misión, hay que hacerlo libres de toda atadura: «Nadie que (...) mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios» (Lc 9,62).

Con motivo de una Jornada Misionera Mundial, San Juan Pablo II hizo un llamamiento a los católicos a ser misioneros del Evangelio de Cristo a través del diálogo y el perdón. El lema había sido: «La misión es anuncio de perdón». Dijo el Papa que sólo el amor de Dios es capaz de hermanar a los hombres de toda raza y cultura, y podrá hacer desaparecer las dolorosas divisiones, los contrastes ideológicos, las desigualdades económicas y los violentos atropellos que oprimen todavía a la Humanidad. Mediante la evangelización, los creyentes ayudan a los hombres a reconocerse como hermanos.

Si nos sentimos verdaderos hermanos, podremos comenzar a comprendernos y a dialogar con respeto. El Papa ha subrayado que el empeño por un diálogo atento y respetuoso es una condición para un auténtico testimonio del amor salvífico de Dios, porque quien perdona abre el corazón a los demás y se hace capaz de amar. El Señor nos lo dejó dicho en la Última Cena: «Que os améis los unos a los otros, así como Yo os he amado (...). En esto reconocerán todos que sois discípulos míos» (Jn 13,34-35).

Evangelizar es tarea de todos, aunque de modo diferente. Para algunos será acudir a muchos países donde aún no conocen a Jesús. A otros, en cambio, les corresponde evangelizar a su alrededor. Preguntémonos, por ejemplo, si quienes nos rodean saben y viven las verdades fundamentales de nuestra fe. Todos podemos y debemos apoyar, con nuestra oración, sacrificio y acción, la labor misionera, además del testimonio de nuestro perdón y comprensión para con los demás.

Encuentro Mundial de las Familias: un abrazo de esperanza y plenitud

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

mario iceta

 

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

Estos días se ha venido celebrando en Roma el Encuentro Mundial de las Familias, que concluye hoy. Un encuentro marcado, de principio a fin, por el amor. Desde las catequesis que han ido entretejiendo el corazón del evento, pasando por las distintas conferencias y las mesas redondas, hasta el abrazo final con lo más importante: la Eucaristía.

Hablar de familia es abrir la puerta al esfuerzo, a la lealtad, a la escucha, a la confianza y al cuidado. Es un mosaico admirable que, aunque a veces no sea perfecto del todo, encuentra su esperanza si responde al plan de Dios en la Sagrada Familia de Nazaret.

El lema El amor familiar: vocación y camino de santidad ha estado presente, en todo momento, como una «oportunidad de la Providencia», tal y como señala el Papa Francisco, «para realizar un evento mundial capaz de involucrar a todas las familias que quieran sentirse parte de la comunidad eclesial».

Y así ha sido. El evento de Roma ha supuesto abrazar el mundo de la Pastoral Familiar que tanto embellece a la Iglesia. El Festival de las Familias, con los diversos testimonios, el Congreso Pastoral, con las celebraciones y las adoraciones eucarísticas, conferencias y paneles para poner en diálogo experiencias de todo el mundo, la Santa Misa… Todo, desde la mirada de familias enteras, parroquias, comunidades, delegaciones, movimientos y asociaciones, todo hablaba de Dios.

Un acontecimiento mundial desplegado, a su vez, por todas las diócesis del mundo. Un momento de encuentro, pero también de escucha y discusión entre los agentes de pastoral familiar y matrimonial. En este sentido, me vienen al corazón las palabras del cardenal Kevin Farrell, Prefecto del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida, cuando señaló que las familias son «el terreno que irrigar» y, al mismo tiempo, «la semilla que sembrar en el mundo para hacerlo fecundo con testimonios reales y creíbles de la belleza del amor familiar».

La familia es, siempre, un signo de alegría, de fe, de plenitud. Es esa mano generosa que, gracias a su inherente vocación al amor, inunda de esperanza a una tierra necesitada de cuidados. La familia unida lo vence todo, lo alcanza todo, lo supera todo. Y solamente escuchándonos unos a otros, como ha reiterado el Santo Padre una y otra vez, escucharemos al Espíritu que habla a la Iglesia.

«La familia es la célula básica de la sociedad, el lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros, y donde los padres transmiten la fe a sus hijos» (Evangelii gaudium, n. 66). Tras esta afirmación del Papa, solo nos queda pensar que, para vivir el amor verdadero, debemos preguntarnos acerca del origen de este amor. Un amor que nos precede, pues «nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (Jn 4, 16). El amor de Dios se hace realidad en la vida humana y, desde ahí, hemos de amar como Él nos ama, siendo conscientes de que Dios se sirve del amor esponsal para revelar Su amor.

El Papa emérito Benedicto XVI, en un discurso pronunciado en la vigilia de Hyde Park en noviembre de 2010, manifestó que Cristo necesita familias «para recordar al mundo la dignidad del amor humano y la belleza de la vida familiar». Estos días, yo he sido testigo de esta belleza, experimentando la alegría del Evangelio, afianzando la promesa de volver a anunciar con audacia la hermosura de la vocación matrimonial: un camino de santidad y una llamada al amor que todos tenemos en nuestro corazón.

Un encuentro donde ha estado muy presente la bienaventurada Virgen María, la Madre de Dios, el modelo de vida familiar. Nos encomendamos a Ella, y le pedimos que continúe cuidando de la Iglesia, para que siga siendo familia de familias que acoge, que acompaña y que vive con la pedagogía de un Dios que es verdad, cercanía, consuelo, cuidado y misericordia.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

Evangelio del domingo, 26 de junio de 2022

El evangelio de este día tiene dos partes bien diferenciadas con dos temas de los que comentaremos algo, para que cada uno medite ante el Señor lo más conveniente.

En la 1ª parte se habla del camino que iba haciendo Jesús, ya el último, hacia Jerusalén. Al pasar por terreno de los samaritanos manda unos mensajeros a una aldea para pedir posada; pero es rechazado por el hecho de que iba a Jerusalén. Los samaritanos eran enemigos de los judíos y les molestaba que fueran a dar culto en Jerusalén, despreciando quizá el templo de los samaritanos. Los hermanos Santiago y Juan quieren que mande bajar fuego del cielo para que les aniquile, recordando el estilo profético de Elías; pero Jesús les reprende. No habían entendido que el espíritu de Jesús no es de venganza. La religión de Jesús es sobre todo de amor y perdón.

A través de la historia se han hecho muchos atropellos con motivo de la religión. A veces hasta guerras que llaman “de religión”. Pero eso no es religión, al menos la de Jesucristo. Jesús está en contra de todo lo que es fanatismo e intransigencia, pues más que religión es exaltación del propio egoísmo y de intereses materiales.

En la 2ª parte se habla de tres personas que quieren seguir a Jesús o Jesús se lo pide; pero en definitiva no le siguen. A veces creemos que todo aquel que oía el llamado de Jesús le seguía; pero no es así. Y de los que le siguieron alguno le traicionó, otros le dejaron y los mismos apóstoles tenían muchos defectos, que sólo los pudieron dejar con la venida del Espíritu Santo. Jesús se muestra exigente y quizá nos puede parecer hasta duro e incomprensible o poco condescendiente para aquellos tres.

El primero parece que tiene buenas intenciones; pero, al presentarle Jesús lo más duro del seguimiento, se retira. Al segundo le invita el mismo Jesús; pero quiere ir a enterrar a su padre y Jesús no se lo permite. Ya sabemos que esto es una manera de hablar oriental para decir no que hubiera muerto ya su padre, sino que le seguiría cuando su padre hubiera muerto y hubiera sido enterrado. Quizá podrían pasar muchos años. Al tercero no le deja ni despedirse de su familia. Era una manera de expresar que aquella persona estaba demasiado apegada a su familia como para seguir con plenitud al Señor. Jesús no habla de un despedirse físicamente, que es bueno, sino de una actitud interior de demasiado apego a las personas y a las comodidades materiales.

Precisamente en la 1ª lectura de hoy se habla de la llamada del profeta Elías a Eliseo para que fuese su discípulo. Éste era un labrador rico que está arando; pero quiere responder a la llamada. Primero pide despedirse de su familia, para lo cual organiza una gran fiesta de despedida. Algo así hace el apóstol san Mateo, también algo rico, que organiza una fiesta de despedida con sus amigos y con el mismo Jesús.

Cuando hablamos de llamadas de Jesucristo para ser sus discípulos, no sólo pensamos en los que materialmente dejan todo para seguirle como religiosos..., sino que es para todos los que quieran llamarse de verdad cristianos o discípulos de Cristo. Jesús es exigente, quiere generosidad en la entrega y en el amor. Para el apostolado o para la vida cristiana no valen las medias tintas, o como suele decirse: encender una vela a Dios y otra al diablo. Jesús quiere una entrega libre, consciente y sobre todo con pleno amor. Se dice también que el Evangelio es “radical”, es decir que exige de nosotros llegar hasta la raíz de los sentimientos. Hay muchas frases que indican esto: Hay que estar dispuesto a entrar por la puerta estrecha, a perder la vida por El, a caer en la tierra y morir para llevar fruto. Jesús pide una radicalidad, pero promete una recompensa eterna. Por eso, cristiano no es quien se conforma con ir a misa los domingos (muchos ni eso), sino quien vive unido íntimamente con Dios.

Jesús parece como que desilusiona a quien quiere seguirle; pero en realidad no apaga el entusiasmo verdadero, sino las falsas ilusiones y los triunfalismos mesiánicos, que eran abundantes en el tiempo de Jesús. Sigámosle y lo comprobaremos.

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Dadles vosotros de comer

Hoy es el día más grande para el corazón de un cristiano, porque la Iglesia, después de festejar el Jueves Santo la institución de la Eucaristía, busca ahora la exaltación de este augusto Sacramento, tratando de que todos lo adoremos ilimitadamente. «Quantum potes, tantum aude...», «atrévete todo lo que puedas»: ésta es la invitación que nos hace santo Tomás de Aquino en un maravilloso himno de alabanza a la Eucaristía. Y esta invitación resume admirablemente cuáles tienen que ser los sentimientos de nuestro corazón ante la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. Todo lo que podamos hacer es poco para intentar corresponder a una entrega tan humilde, tan escondida, tan impresionante. El Creador de cielos y tierra se esconde en las especies sacramentales y se nos ofrece como alimento de nuestras almas. Es el pan de los ángeles y el alimento de los que estamos en camino. Y es un pan que se nos da en abundancia, como se distribuyó sin tasa el pan milagrosamente multiplicado por Jesús para evitar el desfallecimiento de los que le seguían: «Comieron todos hasta saciarse. Se recogieron los trozos que les habían sobrado: doce canastos» (Lc 9,17).

Ante esa sobreabundancia de amor, debería ser imposible una respuesta remisa. Una mirada de fe, atenta y profunda, a este divino Sacramento, deja paso necesariamente a una oración agradecida y a un encendimiento del corazón. San Josemaría solía hacerse eco en su predicación de las palabras que un anciano y piadoso prelado dirigía a sus sacerdotes: «Tratádmelo bien».

Un rápido examen de conciencia nos ayudará a advertir qué debemos hacer para tratar con más delicadeza a Jesús Sacramentado: la limpieza de nuestra alma —siempre debe estar en gracia para recibirle—, la corrección en el modo de vestir —como señal exterior de amor y reverencia—, la frecuencia con la que nos acercamos a recibirlo, las veces que vamos a visitarlo en el Sagrario... Deberían ser incontables los detalles con el Señor en la Eucaristía. Luchemos por recibir y por tratar a Jesús Sacramentado con la pureza, humildad y devoción de su Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los santos.

Corpus Christi, Día de la Caridad y de Caritas

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

La festividad del Corpus Christi, presencia renovada y renacida en el Día de la Caridad, nos adentra en el corazón de las personas que más sufren, en sus tristezas y necesidades, en sus miedos y penurias, en sus llantos y abandonos.

Poner nuestra alma como ofrenda derramada en la carne sufriente de los más necesitados encuentra fundamento en la Eucaristía. Solamente desde ahí es posible entender el sacrificio de amor que da sentido a toda nuestra existencia. En los pobres se esconde el rostro de Cristo. Ellos tienen mucho que enseñarnos, pues «además de participar del sensus fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente» (Evangeli gaudium, 198).

El Señor, consciente de nuestra fragilidad, nos dejó un memorial: el del Amor. «Nos dio un Alimento, pues es difícil olvidar un sabor; nos dejó un Pan en el que está Él, vivo y verdadero, con todo el sabor de su amor», recordaba el Papa Francisco en un día como este, mientras invitaba a escuchar el paso de Dios que, cada día, lo hace todo nuevo. Es la promesa del Señor en Cafarnaún, en su discurso sobre el Pan de Vida: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (Jn 6,51-58).

La Eucaristía nos trae el amor fiel del Padre «que cura nuestra orfandad», insistía el Santo Padre. Asimismo, nos da el amor de Jesús «que transformó una tumba de punto de llegada en punto de partida», y nos comunica el amor del Espíritu Santo «que consuela y cura las heridas».

El mandato «Haced esto en memoria mía» (1 Co 11, 24) no es una petición cualquiera de parte del Señor; es la fuente de agua viva que inunda nuestra humanidad cansada hasta empaparnos y llevarnos a los márgenes de la historia: donde solo basta darse para, así, poder sanarse.

Dios se hace carne en quienes se dan y en quienes reciben. Porque somos lo que damos, y no debemos ser otra cosa más que amor. Y pongo la mirada, de manera especial, en tantos hermanos y hermanas que, por medio de nuestras Cáritas, forjan el corazón vivo de la Iglesia. Me detengo en vosotros, ante vuestra entrega, que es tierra sagrada para mí.

Vosotros, trabajadores y voluntarios de un Reino moldeado por los preferidos del Padre, rostros con nombre propio, ecos y reflejos del amor de Cristo, sois esa mano compasiva que se dona en la intemperie de una pobreza que, gracias a vuestra generosidad, duele un poco menos. Una labor que tiene su fundamento en el amor incondicional, y que se concreta en una forma de ser y de estar junto a los pobres y caminar con ellos que solo puede nacer de un alma concebida a la medida de Dios.

Ciertamente, hay un lazo inseparable entre la Eucaristía, los pobres y el Evangelio. Y lo hacéis verdad a través de vuestras miradas, donde advertimos que es posible lograr una vida mejor cuando entre todos lo hacemos posible: «Cuando cambiamos la mirada sobre estas personas, las escuchamos y acogemos como lo que son, personas; cuando su dolor deja de sernos indiferente y nos importa; cuando entramos en contacto con la realidad cotidiana que viven y ya no podemos mirar hacia otro lado». Es el canto que Cáritas Diocesana de Burgos desea entonar, comprometiéndose con la justicia y el bien común, poniendo en valor «el amor por los demás como propuesta de vida».

Jesús, en las Bienaventuranzas, nos demanda un posicionamiento al lado de los pobres y contra la pobreza. Un amor eucarístico que es capaz de sostenerse en el tiempo y de permanecer desde una experiencia de encuentro personal y comunitario con Jesús y su Evangelio. No podemos olvidar en la celebración del Corpus Christi, Día de la Caridad, que, en el centro de ese encuentro, la Muerte y la Resurrección de Jesús están frente a nosotros. Y en ese milagro de amor tan infinito, en ese sacrificio vivo y santo nos encontramos –de la mano de la Virgen María– con los preferidos del Padre: cada vez que comemos su Cuerpo y bebemos su Sangre.

Con gran afecto,  os deseo un feliz día del Corpus Christi, día de la Caridad.

Parroquia Sagrada Familia