El precioso tesoro de la vocación sacerdotal

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Decía el santo Cura de Ars que «un buen pastor, un pastor según el corazón de Dios, es el más grande tesoro que el buen Dios pueda conceder a una parroquia y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina».

Hoy, con la ordenación de dos nuevos sacerdotes en nuestra archidiócesis de Burgos, recapitulo cada detalle de mi vocación y hago mías estas palabras del patrón del clero, san Juan María Vianney, quien –debido a la persecución religiosa de aquella época– recibiera el sacramento de la Reconciliación en su casa y la Primera Comunión en un granero, de manos de un sacerdote perseguido por los revolucionarios franceses de su tiempo.

Verdaderamente, es admirable perpetuar –con nuestras propias manos– la obra redentora de Jesús sobre la tierra: seguir sus huellas, imitar su ejemplo, andar su camino. No hay amor más grande, ni sacrificio mayor, de cara a un Pueblo de Dios tan necesitado de un padre que dé sentido a su vivir.

Y no es fácil, en estos momentos en que vivimos, llevar sobre las espaldas el peso del día y del calor (cf. Mt 20, 12), acompañar el cansancio de quienes más sufren, cargar con su propio dolor, abrazar su enfermedad hasta hacerla propia, cueste lo que cueste; porque nada le es indiferente a quien decide entregar la vida, hasta la última gota, por amor.

Tras nuestro sacerdotal «sí», nace la promesa eterna de Dios: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 16-20). Está presente, con nosotros y sobre todo, en la Eucaristía y, desde ahí, en la Iglesia, en cada página de los Evangelios y en nuestro prójimo. Y porque eterna es su misericordia (cf. Sal 135), «sería injusto no reconocer a tantos sacerdotes que, de manera constante y honesta, entregan todo lo que son y tienen por el bien de los demás (cf. 2 Co 12, 15)», como escribía el Papa Francisco a los sacerdotes en el 160 aniversario de la muerte del Cura de Ars. Ellos llevan adelante «una paternidad espiritual» capaz de llorar con los que lloran: «Son innumerables los sacerdotes que hacen de su vida una obra de misericordia en regiones o situaciones tantas veces inhóspitas, alejadas o abandonadas, incluso a riesgo de la propia vida».

Ser sacerdote supone cuidar, con misericordia, cada corazón perdido del rebaño, y ser siempre sensible al sacramento del perdón. En todo y para todos. Sin distinción; solo con ternura. Porque o somos samaritanos y salimos, a tiempo y a destiempo (cf. 2 Tm 4, 2), a las periferias del mundo o no seremos reflejo de Quien nos hizo eterna y enteramente suyos. Esa es nuestra misión: ser de Él más que de nosotros mismos, ser su reflejo y hacer posible lo imposible, hasta que su amor rompa los esquemas del mundo.

Hoy, el ver a Cristian y a Aarón revestidos de sacerdotes de Jesucristo nos anima a ser –aún más– del Señor y a renovar las palabras que Él pronuncia el día de la ordenación: «Ya no os llamo siervos, yo os llamo amigos» (Jn 15, 15).

La identidad del sacerdote solo puede ser la de Cristo, quien subió a la Cruz con los brazos abiertos con gesto de Sacerdote Eterno. Y Él no se cansa de buscar posada, como un mendigo, en el corazón de aquellos que barruntan ser siervos de su infinito amor en el precioso Sacrificio del altar.

Le pedimos a María, Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, por aquellos que están llamados a cultivar esta preciosa vocación de ser pastores de almas; para que sepan reflejar, in aeternum, el rostro misericordioso y compasivo del Pastor Bueno.

Recemos por cada uno de ellos y pongamos sus nombres cada día en el altar de la Eucaristía, hasta que entendamos lo que dejó escrito –con su asombroso testimonio– el santo Cura de Ars: «Si comprendiéramos bien lo que es un sacerdote en la tierra, moriríamos: no de miedo, sino de amor».

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

La educación es el camino. La meta es el amor

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Con el curso escolar a punto de concluir, deseo agradecer la labor de tantos maestros que, poniendo la educación en el centro de sus vidas, se preocupan por el bien de quienes tienen, en sus manos, el presente y el futuro de nuestra sociedad; en particular, los niños, adolescentes y jóvenes. Los profesores son el punto de referencia para la acción personal de sus alumnos, educando en diálogo, en respeto y en conocimiento. «Todo verdadero educador sabe que para educar debe dar algo de sí mismo», escribía el Papa Benedicto XVI en su mensaje dirigido en 2008 a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación, «y que solamente así puede ayudar a sus alumnos a superar los egoísmos y capacitarlos para un amor auténtico».

La educación es el camino, mientras que la meta es, siempre, el amor. Un amor que se forja en la fraternidad, que rompe con el individualismo, que abraza las diferencias, que amplía el horizonte pedagógico; una formación que no transgreda lo más sagrado y que se abra a la trascendencia de un Dios que lo inunda todo con su sola presencia.

Por ello, es también esencial la tarea de los colegios e institutos, que deben colmar de valores y principios educativos, morales, humanos y espirituales la mirada, la mente y el corazón de los alumnos, buscando la identidad de una escuela que verdaderamente los acompañe en su día a día. Ante esta circunstancia, «la cultura del cuidado se convierte en la brújula a nivel local e internacional para formar personas dedicadas a la escucha paciente, al diálogo constructivo y al entendimiento mutuo», confesaba el Papa Francisco en su mensaje para el lanzamiento del Pacto Educativo en septiembre de 2019. Así, letra a letra, mano a mano, se forja el tejido a favor de una humanidad capaz de hablar el lenguaje de la fraternidad.

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Corpus Christi: don de Cristo para la vida del mundo

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

La Eucaristía es el corazón de la Iglesia, la que da sentido a su nombre, a su sangre, a su cuerpo. Cristo, en su Humanidad doliente, resucitada y glorificada, se hace presencia viva y real en el Santísimo Sacramento. Él, escondido en el Pan de Vida, infunde sentido, anhelo y plenitud a cada una de nuestras pobrezas.

Hoy, en el día del Corpus Christi, la Belleza se viste de fragilidad y toda la grandeza de Dios –presente bajo la apariencia de pan vulnerable, pequeño y quebradizo– desborda su amor hasta los confines de la tierra.

Jesús «se hace frágil como el pan que se rompe y se desmigaja», afirmaba el Papa Francisco durante la celebración del Corpus. Porque precisamente ahí radica su fuerza: «En la Eucaristía la fragilidad es fuerza; fuerza del amor que se hace pequeño para ser acogido y no temido; fuerza del amor que se parte y se divide para alimentar y dar vida; fuerza del amor que se fragmenta para reunirnos en la unidad».

Solo Dios puede hacer, de lo más roto, lo más bello. Porque Él mismo se rompe, se hace pan para entrar en nuestro cuerpo y, así, unirse para siempre a nuestra vida. Y hasta nos deja verle, y tocarle, y comerle hasta saciar todas nuestras ansias de Amor.

El Señor, presente en la Eucaristía con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, transforma nuestro ser en cada comunión, impregnando lo más hondo de nuestro ser, esculpiendo ternura en nuestra fragilidad para llevarla a la eternidad. Ahí, a un paso de la Vida, se encarna a todo cuanto nos alegra, nos apasiona, o nos inquieta: «No vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20).

Recuerdo a san Agustín, quien animaba a reconocer en el Pan «lo que pendió de la Cruz» y en el Cáliz «lo que manó del Costado». Y así lo veo en los más necesitados de ese Amor incorruptible, habitado y encarnado. Como lo veía –y sentía– santa Teresa de Jesús: «Cuando yo me llegaba a comulgar y me acordaba de aquella majestad grandísima que había visto, y miraba que era el que estaba en el Santísimo Sacramento, los cabellos se me espeluzaban, y toda parecía me aniquilaba» (Vida 38, 19).

Hoy, día de la Caridad, también hemos de poner nombre y rostro a los más débiles: quienes son, inevitablemente, sacramento de Cristo. El Evangelio es claro en esta tarea de ser y comunicar esa esperanza que da sentido a la fuerza del amor que todo lo cambia: «Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano está y camina en las tinieblas» (1 Jn 2, 10-11).

Desde Cáritas, con el lema Tú tienes mucho que ver. Somos oportunidad, Somos esperanza, nos invitan a «tomar parte en la vida social que compartimos creyentes y no creyentes», para «abrir nuestra mente y reenfocar la mirada», para «ver juntos esa otra realidad del mundo de la que formamos parte»: la de muchas personas que no pueden acceder a los mismos derechos, los que viven en desventaja por muchas razones, los que moran en la tristeza, la soledad y la pobreza.

En esta Iglesia que camina en Burgos, desde Cáritas se han atendido a casi 7.000 familias en 2022, se ha resaltado la dimensión universal de la caridad o se ha capacitado para el empleo, con la esperanza como seña distintiva de su labor. Su trabajo incansable como testigos y discípulos de Cristo es, sin duda alguna, sal, levadura y luz de la Iglesia. Damos gracias por su preciosa e impagable labor.

Cuánto bien hace la Eucaristía en los enfermos y personas mayores, particularmente en aquellos que esperan con todas sus fuerzas el abrazo definitivo de Dios o en quienes buscan de manera incansable satisfacer esa semilla de plenitud que permanece magullada en el umbral de la esperanza.

Le pedimos a la Virgen María, que sepamos acoger en nuestra vida el don de la Eucaristía y miremos al estilo de Jesús con cada gesto, cada palabra y cada acción. Seamos, para el mundo, su Cuerpo y su Sangre, porque «el que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él» (Jn 6, 56).

Con gran afecto os deseo un feliz día del Corpus Christi.

La vida contemplativa que genera la esperanza

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«La esperanza que brota de la fe en la realidad última de Dios se hace carne cotidiana en cada convento y monasterio, allí donde se cultivan la oración y la celebración, la fraternidad y la reconciliación, la hospitalidad y la caridad, el trabajo y el descanso». Con estas palabras, los obispos de la Comisión Episcopal para la Vida Consagrada desean adentrarnos en la Jornada Pro Orantibus, que celebramos hoy, solemnidad de la Santísima Trinidad, bajo el amparo de un lema que anhela dar respuesta a la sed de un mundo escéptico, quebrado y cansado: Generar esperanza.

La vida monástica construye, sustenta y edifica –desde lo más íntimo del claustro– el corazón de la Iglesia. En el rincón más escondido resuena su voz, como lámpara siempre encendida que custodia al mismo Dios, dejándose forjar por el Señor, en el silencio que lo empapa e inunda todo.

San Benito de Nursia, fundador del monacato occidental, insistía en su Regla que la oración es, en primer lugar, un acto de escucha (cf. RB Pról. 9-11) que, más tarde, debe traducirse en acción concreta: «El Señor espera que respondamos diariamente con obras a sus santos consejos» (35). Así, ofrecía una simbiosis fecunda entre acción y contemplación, las cuales deben caminar de la mano «para que en todo sea Dios glorificado» (57, 9).

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El Espíritu de Dios para que el mundo viva

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«El Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, os enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26). Este es el anuncio esperado, el legado que nos abre a la esperanza, la promesa eterna de sabernos amados hasta el extremo.

Con la venida del Espíritu Santo, quien coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo de la historia hasta su consumación, celebramos en la Iglesia la solemnidad de Pentecostés. Hoy vuelve a cumplirse la promesa de Cristo a los apóstoles, cuando les dio su palabra para dejar grabado en sus corazones que el Padre enviaría al Paráclito con la intención de guiarlos en la misión evangelizadora (cf. Lc 24, 46-49). Estamos, pues, ante una fiesta de plenitud, de gozo, de gracia derramada.

«Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido, como el de una violenta ráfaga de viento, que llenó toda la casa donde estaban, y aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y fueron posándose sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo» (Hch 2, 1-4). Viento y fuego, así se hace presente el Espíritu de Dios sobre cada uno de nosotros, sus hijos amados, para impregnar nuestras vidas de luz, fuerza y consuelo para transformar el mundo según el corazón del Padre.

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Parroquia Sagrada Familia