El Espíritu de Dios para que el mundo viva
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
«El Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, os enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26). Este es el anuncio esperado, el legado que nos abre a la esperanza, la promesa eterna de sabernos amados hasta el extremo.
Con la venida del Espíritu Santo, quien coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo de la historia hasta su consumación, celebramos en la Iglesia la solemnidad de Pentecostés. Hoy vuelve a cumplirse la promesa de Cristo a los apóstoles, cuando les dio su palabra para dejar grabado en sus corazones que el Padre enviaría al Paráclito con la intención de guiarlos en la misión evangelizadora (cf. Lc 24, 46-49). Estamos, pues, ante una fiesta de plenitud, de gozo, de gracia derramada.
«Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido, como el de una violenta ráfaga de viento, que llenó toda la casa donde estaban, y aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y fueron posándose sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo» (Hch 2, 1-4). Viento y fuego, así se hace presente el Espíritu de Dios sobre cada uno de nosotros, sus hijos amados, para impregnar nuestras vidas de luz, fuerza y consuelo para transformar el mundo según el corazón del Padre.
Jesús vino a traer fuego sobre la tierra (cf. Lc 12, 49) y a empapar de sentido la existencia, para reconstruir las ruinas de nuestra vida, causadas por la tristeza, el desánimo y la desesperanza. Y hoy, dos mil años más tarde, nos envía por el mundo para derramar su Espíritu a través de los actos concretos de amor y servicio. Él sólo nos pide que le dejemos entrar en nuestro corazón, que le abramos la puerta para lavar lo que nos impide amar y para ser revestidos de su conocimiento y amor.
Los discípulos, cuando estaban en el cenáculo, recibieron la visita del Espíritu para que saliesen al mundo a recorrer los caminos, a impregnar los ojos de esperanza, a sanar los corazones heridos. El Consolador desciende con una misión, que hoy vuelve a grabar en nuestro interior: «No extingáis el Espíritu» (1 Ts 5, 19).
La Iglesia es enviada al mundo y el Espíritu Santo nos invita a olvidarnos de nosotros mismos y volver nuestra mirada a quienes nos rodean. Así «rejuvenece la Iglesia», confesaba el Papa Francisco durante le celebración de Pentecostés del año pasado: «El Espíritu nos libera de obsesionarnos con las urgencias» y «nos invita a recorrer caminos antiguos y siempre nuevos, los del testimonio, la pobreza y la misión, para liberarnos de nosotros mismos y enviarnos al mundo», señalaba, dejando muy presente que esta es la riqueza de la Iglesia.
El apostolado de los laicos adquiere, una vez más, un papel muy importante en esta tarea de ir por el mundo, como discípulos misioneros, a dar testimonio del Evangelio (cf. Mc 16, 15-20), participando de la vida de Cristo. Por eso hoy celebramos este apostolado laical y el día de la Acción Católica. Si el Espíritu Santo irrumpió en la historia para derrotar la desesperanza, ¡cuánta es la confianza que pone el Padre en nosotros para seguir sembrando el Reino de Dios en nuestro mundo!
Le pedimos a la Virgen María, Esposa del Espíritu Santo, que nos enseñe a ser ese tabernáculo que vela y custodia la obra más valiosa, para que seamos capaces de ver al Señor en cada rostro necesitado, y no haga falta, siquiera, que Jesús tenga que mostrarnos sus manos y su costado.
Hoy, en medio de tanto ruido, escuchamos cómo Jesús viene a nuestro encuentro y, antes de soplar la brisa apacible del Espíritu, nos anuncia su paz y nos dice: no temáis, como el Padre me envió, también os envío yo (cf. Jn 20, 21).
Con gran afecto, os deseo un feliz día de Pentecostés.