La vida contemplativa que genera la esperanza
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
«La esperanza que brota de la fe en la realidad última de Dios se hace carne cotidiana en cada convento y monasterio, allí donde se cultivan la oración y la celebración, la fraternidad y la reconciliación, la hospitalidad y la caridad, el trabajo y el descanso». Con estas palabras, los obispos de la Comisión Episcopal para la Vida Consagrada desean adentrarnos en la Jornada Pro Orantibus, que celebramos hoy, solemnidad de la Santísima Trinidad, bajo el amparo de un lema que anhela dar respuesta a la sed de un mundo escéptico, quebrado y cansado: Generar esperanza.
La vida monástica construye, sustenta y edifica –desde lo más íntimo del claustro– el corazón de la Iglesia. En el rincón más escondido resuena su voz, como lámpara siempre encendida que custodia al mismo Dios, dejándose forjar por el Señor, en el silencio que lo empapa e inunda todo.
San Benito de Nursia, fundador del monacato occidental, insistía en su Regla que la oración es, en primer lugar, un acto de escucha (cf. RB Pról. 9-11) que, más tarde, debe traducirse en acción concreta: «El Señor espera que respondamos diariamente con obras a sus santos consejos» (35). Así, ofrecía una simbiosis fecunda entre acción y contemplación, las cuales deben caminar de la mano «para que en todo sea Dios glorificado» (57, 9).
La vida contemplativa genera y hace aflorar esperanza allí donde haya un sufrimiento que no se sienta escuchado, sostenido o amado; haciendo las veces de Cristo, amparando la sequía del corazón humano merced al agua viva, inagotable e inextinguible del Amor.
«Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en ti» (I 1, 1), expresa san Agustín en sus Confesiones, dejando entrever la presencia misteriosa de Dios en el interior del hombre, en un lugar preciado y, a la vez, esperado. Si es Dios quien busca primero a la persona, ¿cómo no devolverle la mirada, con un corazón orante que descanse todos sus silencios, anhelos e incertidumbres en Él?
Así lo viven quienes habitan en la luz de la vida monástica, a quienes ahora quiero dirigirme de una manera especial como guardianes y testigos privilegiados de un Amor silente que no tiene fin. Vosotros, a pesar de las tormentas, los tiempos de aridez y los desiertos, experimentáis –en vuestra propia carne– que por encima de todo está la fidelidad de Dios. Y esa esperanza, incomprensible tantas veces para nuestras mentes finitas y limitadas, nunca camina sola y no defrauda jamás (cf. 2 Tim 2, 13). ¿Acaso alguna vez se han agotado las bondades del Señor? Vuestro ejemplo, en la búsqueda incansable del Dios vivo, alimenta el deseo y ensancha el corazón de quien os mira, os busca, os piensa, os aguarda y os sueña. Así vivís, con el alma ensanchada en la luz serena y habitada del monasterio, en cada alegría y en cada deseo; como personas libres de ataduras que dedican todo su corazón, toda su alma y todas sus fuerzas a Dios para el bien de los hermanos (cf. Dt 6, 5). Vosotros sois un don precioso, la esperanza que el mundo y la Iglesia necesitan, el testimonio fehaciente de la riqueza que nace de la pobreza y de la belleza que brota de una vida totalmente dedicada a contemplar y dejarse penetrar por el amor de Dios. La profecía de vuestras vidas –entregadas en lo escondido– ilumina la noche oscura de aquellos que se refugian, al caer de la tarde, en vuestra oración entregada.
«La oración contemplativa es mirada de fe, fijada en Jesús. “Yo le miro y él me mira”, decía a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario. […] La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los hombres» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2715). Este modo de amar del Santo Cura de Ars nos enseña que en el camino de la penitencia y del seguimiento del Maestro, solo cuesta el primer paso.
Le pedimos a María, la Madre del silencio y el modelo más preciado de contemplación, que transforme nuestro corazón inquieto en un corazón orante que solo sepa mirar desde el Amor. Y nunca olvidemos que las horas de gracia que la vida contemplativa ofrece, deben forjar cada latido de nuestra vida en el servicio a Dios y a los hermanos.
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.