«Fiesta de la Sagrada Familia»

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy celebramos la fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret: un día señalado en el calendario de aquellos que deciden amar por encima de cualquier hecho, posibilidad o circunstancia, una ocasión trascendental para poner en el centro de nuestras vidas a Jesús, María y José. Fijar la mirada en la Sagrada Familia es dejarse cuidar por la ternura de la Virgen María, por el silencio delicado de san José y por el amor derramado de Jesús.

María, quien conservaba todo en su corazón (cf. Lc 2, 51), fue elegida por Dios como modelo de santidad para su pueblo. Solo sus ojos generosos y confiados fueron capaces de amar hasta el extremo como lo hizo por su Hijo, hasta lo más imaginable que puede caber en el alma de una madre. Es tanto lo que su corazón cobija que hasta el mismísimo Señor quiso nacer en su vientre. «Claro que Dios podría hacer un mundo más bello que este», dejó escrito san Juan María Vianney, «pero no sería más bello si en él faltase María».

José, el corazón entrañable de Dios, hizo de cada gesto una oración, de cada espera un motivo, de cada oscuridad una esperanza donde poder descansar el peso de la fe. Es el padre de la presencia discreta, de la confianza callada, de la entrega gratuita por amor. Todo por Él, para que el Niño Jesús creciera en sabiduría, edad y gracia (cf. Lc 2, 52). Si merced a él Cristo se forjó como hombre, nosotros, si permanecemos en él, nos fraguamos como hijos, padres y hermanos hechos a la medida de su bondad. Ojalá nunca olvidemos que sus hechuras de hombre bueno y justo (cf. Mt 1, 19) modela y configura nuestra entrega.

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María, fuente de donde brota la esperanza

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Este tiempo de Adviento que estamos celebrando ante la inminente llegada del Señor, nos habla del consuelo, de la confianza en medio de la adversidad y, sobre todo, de esperanza. Un anhelo que perpetuamos de una manera especial mañana, 18 de diciembre, con la celebración de la Virgen de la Esperanza o Virgen de la O.

Esta advocación mariana nos evoca la vida naciente, la espera de un mundo que anhela el nacimiento del Señor Jesús, con la Virgen encinta representando la máxima expresión del cuidado y la mística delicada del amor. Y en ella traemos a la memoria y presentamos al Señor toda vida engendrada en el seno de una madre, que constituye un don inmenso insustituible para la humanidad.

María, elegida entre todas las mujeres para engendrar al Salvador, nos trae un mensaje sereno y elocuente: solo la entrega generosa hacia los demás salvará al mundo en medio de una sociedad que envejece. Por eso, no es casualidad que esta festividad se celebre antes del nacimiento de Jesús: «La chispa de luz más profunda de la humanidad a quien Dios ha visitado», con una «humanidad acogida de nuevo» y «asumida por Dios mismo en el Hijo de María», tal y como recordó el Papa san Juan Pablo II en la fiesta de San Juan Evangelista de 1978.

Jesús viene al mundo para revelar que Dios es la respuesta al deseo más profundo y fundamental del corazón humano y que en María, su hermosa Madre, se encuentra el consuelo que el propio mundo necesita. María es el signo de nuestra esperanza; Ella preside la comunión y la oración de los apóstoles, y lo hace con una paz que nos desborda. La Iglesia, por tanto, brota del seno de María, pues de su seno nacerá Jesús, que es paz, salvación y vida.

Cristo toma de las entrañas virginales de María la fragilidad de nuestra carne. Y ahí, en la promesa de la donación más absoluta, donde ya no cabe más actitud de servicio, la Iglesia se hace cuerpo, refugio y don. Y no lo hace desde la tristeza o la desesperanza, sino desde una esperanza alegre que, ya desde antiguo, los profetas procuraban mantener encendida. El apóstol Pablo lo reafirma de una manera clara: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca.» (Fp 4, 4-5).

La Virgen encinta es el signo del cuidado con el que hemos de abrazar la vida naciente y también todos y cada uno de los acontecimientos que jalonan nuestra vida. Así, la paz de Dios, que sobrepasa toda inteligencia, guardará nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús (cf. Fp 4, 7-8).

Para ello, tras la espera cuidadosa y silenciosa en la amorosa presencia de María, hemos de salir para anunciar la Buena Noticia del Reino, para proclamar esta esperanza cierta, glorificada en cuerpo y alma en los cielos en la persona de María y que también será glorificada en nosotros. Es la tarea que hoy pone la Virgen de la Esperanza en nuestras manos. Ella, en permanente oración, espera la pronta llegada del Salvador. Y, con Ella, esperamos también nosotros, conscientes de nuestra pequeñez pero confiados en un amor que es más fuerte que la muerte.

María custodia –como lo hizo con Jesús– el camino de nuestra propia historia, para que sepamos percibir la presencia de Dios también en las dificultades de la vida.

La maternidad de María nos recuerda que el Mesías nace en Belén para iluminar los ojos heridos de la humanidad. Le pedimos que también nosotros sepamos anunciar el amor de Dios en todos los lugares donde el sufrimiento oscurece la esperanza, para que toda vida humana, especialmente la más frágil e indefensa, sea acogida y acompañada hasta la plenitud que Dios, en su Hijo, ha preparado para todos.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

La belleza del Corazón de la Virgen María

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Esta semana hemos celebrado la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María: una realidad de pureza y santidad –descrito en el dogma de fe proclamado por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854 en la bula Ineffabilis Deus– que nos recuerda que fue preservada de todo pecado desde su concepción.

La Virgen María, la llena de gracia, fue redimida «de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo» (Lumen gentium, 53). Desde el primer instante de su concepción, María gozó siempre de la plenitud de la gracia. Por eso es «la única criatura humana sin pecado de la historia», como expresó el Papa Francisco durante el ángelus del año pasado cuando celebraba esta solemnidad.

Ya en junio de 1996, el Papa san Juan Pablo II afirmó que Cristo «realizó precisamente en María el acto de mediación más excelso, preservándola del pecado original». Acudiendo al testimonio del beato fray Juan Duns Scoto, sostuvo que de este modo «introdujo en la teología el concepto de redención preservadora, según la cual María fue redimida de modo aún más admirable: no por liberación, sino por preservación del pecado».

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Adviento: tiempo de espera, esperanza y fortaleza

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«El Adviento nos invita a detenernos, en silencio, para captar una Presencia. Es una invitación a comprender que los acontecimientos de cada día son gestos que Dios nos dirige, signos de su atención por cada uno de nosotros». Estas palabras del Papa Benedicto XVI, pronunciadas en noviembre de 2009, nos incitan a escribir un diario interior entre Dios y nosotros para abrazar la certeza de su presencia, a las puertas de este tiempo que hoy comenzamos. Y en esta preparación de la venida del Emmanuel –Dios con nosotros–, levantamos nuestros ojos al Cielo para descubrir el cumplimiento de la promesa del Padre.

El Señor desea hablarnos al corazón, llevarnos al desierto y seducir nuestra alma hasta hacerla completamente suya (cf. Os 2, 16); para purificarnos con el perfume de la humildad, iniciar una nueva vida con nosotros y anunciarnos para siempre la salvación. Él quiere hacernos suyos, pero sin forzarnos, y nos pide que nos dejemos moldear a su modo: «Porque mucho vales a mis ojos, eres precioso y yo te amo (…) No temas, porque yo estoy contigo» (Is 43, 4-5)

El Adviento es un tiempo de espera, de esperanza y de fortaleza.

Comienza con la presencia callada del Señor, quien espera tantas veces de manera velada pero real, porque desea ayudarnos a ver el mundo desde su mirada. En esta espera, a la luz de la conversión y la gracia, descubrimos –una vez más– el gran secreto de Jesús; y es que, con Él, podemos empezar cada día y nunca es demasiado tarde si caminamos a su lado.

Su promesa de esperanza supera nuestra capacidad de comprensión, pues «Dios se esconde en las situaciones más comunes y corrientes de nuestra vida», como expresaba el Papa Francisco durante el Ángelus del año pasado en su mensaje para el Adviento. Por ello, no se hace presente «en acontecimientos extraordinarios», sino más bien «en cosas cotidianas». Y ahí, «en nuestro trabajo diario, en un encuentro fortuito, en el rostro de una persona necesitada, incluso cuando afrontamos días que parecen grises y monótonos», justo ahí está el Señor, confesaba el Papa, «llamándonos, hablándonos e inspirando nuestras acciones». La esperanza es la virtud que sostiene el alma, como tiempo de purificación y de transformación. Entonces, si el Señor es nuestra luz y nuestra salvación, si Él es la defensa de nuestra vida, como reza el Salmo 26, ¿a quién hemos de temer y quién podrá hacernos temblar?

Y el Adviento es un periodo de fortaleza, para renacer –con Cristo– en medio de las adversidades, fragilidades y vicisitudes que a veces ensombrecen el camino. Él nos acompaña con su gracia, dándonos la fuerza necesaria para levantarnos y convertirnos a Cristo, a su Evangelio, a su mandamiento de amor. Por eso es tan importante la fe en estos tiempos que vivimos, para no ceder al peso del fracaso, de la caída o de la prueba. Como nos enseñó san Pablo, en nuestra debilidad sobreabunda la gracia de Dios; porque ya no depende todo de uno mismo, sino de lo que el Padre realiza en medio de la prueba: «Tres veces he pedido al Señor que me saque esa espina, y las tres me ha respondido: “Te basta mi gracia, pues mi poder triunfa en la flaqueza”. Con gusto, pues, presumiré de mis flaquezas para que se muestre en mí el poder de Cristo» (2 Cor 12, 8-9). Es más, en esa intimidad del desamparo, el amor de Dios nos sana y resucita: «Por esto me alegro de mis flaquezas, de los insultos, de las dificultades, de las persecuciones, de todo lo que sufro por Cristo; pues cuando me siento débil, es cuando soy más fuerte» (2 Cor 12, 10).

Dios ha tomado nuestra carne para responder a las preguntas que nadie nos puede responder; las del dolor, las de la prueba, las del sentido último de la vida. El Adviento nos prepara para ello y nos recuerda que el Reino de los Cielos está cada vez más cerca, y Cristo continúa llenando de luz cualquier lugar e ilumina a cuantos atraviesan las tinieblas del sufrimiento (cf. Lc 1, 79).

Le pedimos a María, Madre de la Esperanza, la humilde sierva del Señor, que nos ayude a encontrarnos con su Hijo Jesús en este tiempo de espera, esperanza y fortaleza, así como con cada uno de nuestros hermanos más necesitados en este camino de humildad y de amor. La Vida, una vez más, se hace visible en su verdad más profunda desde el Amor (cf. 1 Jn 1, 2).

Con gran afecto, os deseo un feliz tiempo de Adviento.

El Reino de la justicia, el amor y la paz

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

La solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, conmemora que Cristo es el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin (cf. Ap 22, 13), el Pastor de la Iglesia peregrina hacia el Reino de Dios que alcanzará su plenitud en el cielo.

Hoy, el Amor derramado por entero vuelve a escribirse con los tintes de la esperanza, de la vida entregada en plenitud, de la eternidad.

Esta fiesta que celebramos hoy, instituida por el Papa Pío XI en el año 1925, expresa el sentido de consumación del plan amoroso de Dios, con el comienzo de la época de Adviento: un tiempo de espera y expectación ante la llegada del Rey de Reyes, Jesucristo. Con el Adviento comenzará un nuevo año litúrgico en la Iglesia, y su sentido nos alienta en este sendero de plenitud.

El Reino de Cristo es eterno y universal, abraza la justicia, el amor, la santidad y la paz en el servicio por encima de cualquier barrera, y es para siempre y para todos los que deseen ser parte de su Cuerpo y de su Sangre. Y como verdadero Rey del universo, lo gobierna y renueva todo, para poder entregar al final la Creación al Padre, como Reino de santidad y justicia, «para que Dios sea todo en todos» (1 Co 15, 28).

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Parroquia Sagrada Familia