María, fuente de donde brota la esperanza
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
Este tiempo de Adviento que estamos celebrando ante la inminente llegada del Señor, nos habla del consuelo, de la confianza en medio de la adversidad y, sobre todo, de esperanza. Un anhelo que perpetuamos de una manera especial mañana, 18 de diciembre, con la celebración de la Virgen de la Esperanza o Virgen de la O.
Esta advocación mariana nos evoca la vida naciente, la espera de un mundo que anhela el nacimiento del Señor Jesús, con la Virgen encinta representando la máxima expresión del cuidado y la mística delicada del amor. Y en ella traemos a la memoria y presentamos al Señor toda vida engendrada en el seno de una madre, que constituye un don inmenso insustituible para la humanidad.
María, elegida entre todas las mujeres para engendrar al Salvador, nos trae un mensaje sereno y elocuente: solo la entrega generosa hacia los demás salvará al mundo en medio de una sociedad que envejece. Por eso, no es casualidad que esta festividad se celebre antes del nacimiento de Jesús: «La chispa de luz más profunda de la humanidad a quien Dios ha visitado», con una «humanidad acogida de nuevo» y «asumida por Dios mismo en el Hijo de María», tal y como recordó el Papa san Juan Pablo II en la fiesta de San Juan Evangelista de 1978.
Jesús viene al mundo para revelar que Dios es la respuesta al deseo más profundo y fundamental del corazón humano y que en María, su hermosa Madre, se encuentra el consuelo que el propio mundo necesita. María es el signo de nuestra esperanza; Ella preside la comunión y la oración de los apóstoles, y lo hace con una paz que nos desborda. La Iglesia, por tanto, brota del seno de María, pues de su seno nacerá Jesús, que es paz, salvación y vida.
Cristo toma de las entrañas virginales de María la fragilidad de nuestra carne. Y ahí, en la promesa de la donación más absoluta, donde ya no cabe más actitud de servicio, la Iglesia se hace cuerpo, refugio y don. Y no lo hace desde la tristeza o la desesperanza, sino desde una esperanza alegre que, ya desde antiguo, los profetas procuraban mantener encendida. El apóstol Pablo lo reafirma de una manera clara: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca.» (Fp 4, 4-5).
La Virgen encinta es el signo del cuidado con el que hemos de abrazar la vida naciente y también todos y cada uno de los acontecimientos que jalonan nuestra vida. Así, la paz de Dios, que sobrepasa toda inteligencia, guardará nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús (cf. Fp 4, 7-8).
Para ello, tras la espera cuidadosa y silenciosa en la amorosa presencia de María, hemos de salir para anunciar la Buena Noticia del Reino, para proclamar esta esperanza cierta, glorificada en cuerpo y alma en los cielos en la persona de María y que también será glorificada en nosotros. Es la tarea que hoy pone la Virgen de la Esperanza en nuestras manos. Ella, en permanente oración, espera la pronta llegada del Salvador. Y, con Ella, esperamos también nosotros, conscientes de nuestra pequeñez pero confiados en un amor que es más fuerte que la muerte.
María custodia –como lo hizo con Jesús– el camino de nuestra propia historia, para que sepamos percibir la presencia de Dios también en las dificultades de la vida.
La maternidad de María nos recuerda que el Mesías nace en Belén para iluminar los ojos heridos de la humanidad. Le pedimos que también nosotros sepamos anunciar el amor de Dios en todos los lugares donde el sufrimiento oscurece la esperanza, para que toda vida humana, especialmente la más frágil e indefensa, sea acogida y acompañada hasta la plenitud que Dios, en su Hijo, ha preparado para todos.
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.