El Reino de la justicia, el amor y la paz

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

La solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, conmemora que Cristo es el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin (cf. Ap 22, 13), el Pastor de la Iglesia peregrina hacia el Reino de Dios que alcanzará su plenitud en el cielo.

Hoy, el Amor derramado por entero vuelve a escribirse con los tintes de la esperanza, de la vida entregada en plenitud, de la eternidad.

Esta fiesta que celebramos hoy, instituida por el Papa Pío XI en el año 1925, expresa el sentido de consumación del plan amoroso de Dios, con el comienzo de la época de Adviento: un tiempo de espera y expectación ante la llegada del Rey de Reyes, Jesucristo. Con el Adviento comenzará un nuevo año litúrgico en la Iglesia, y su sentido nos alienta en este sendero de plenitud.

El Reino de Cristo es eterno y universal, abraza la justicia, el amor, la santidad y la paz en el servicio por encima de cualquier barrera, y es para siempre y para todos los que deseen ser parte de su Cuerpo y de su Sangre. Y como verdadero Rey del universo, lo gobierna y renueva todo, para poder entregar al final la Creación al Padre, como Reino de santidad y justicia, «para que Dios sea todo en todos» (1 Co 15, 28).

Hoy, como miembros de la Iglesia –que es la tierra sagrada de Jesús–, volvemos el corazón a las palabras que pronunció el Señor ante Pilatos, cuando le pregunta si en verdad Él era el rey de los judíos: «Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos; pero mi Reino no es de aquí» (Jn 18, 36).

Él, como Rey de Reyes, cuando pronunció aquellas palabras, no portaba una corona de oro y diamantes, un cetro real o unas vestiduras fabricadas con la mejor de las telas, sino que llevaba una corona de espinas clavada sobre su cabeza, una cruz sobre su espalda y una clámide que apenas cubría su cuerpo herido.

¿Cómo puede ser rey alguien que muere crucificado en una cruz, despojado de todo, desnudo, maltratado, en la más ignominiosa de las muertes?

La respuesta la encontramos solamente en el amor. No es posible entenderlo de ninguna otra manera y desde ningún otro horizonte que se aleje de este Misterio, tantas veces incomprensible para nuestros ojos frágiles, inseguros y humanos.

Decía Pío XI que si los hombres, «pública y privadamente», reconocen «la regia potestad de Cristo», necesariamente «vendrán a toda la sociedad increíbles beneficios, como justa libertad, tranquilidad, paz y concordia» (Quas Primas, 17). Y, citando a León XIII, recordaba que «volverán los bienes de la paz, caerán de las manos las espadas y las armas, cuando todos acepten de buena voluntad el reinado de Cristo, cuando le obedezcan, cuando toda lengua proclame que Nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre» (Annum Sacrum, 33).

Busquemos su reino y su justicia para que todo lo demás se nos dé por añadidura (cf. Lc 12, 31). Solamente si lo ponemos todo bajo el cuidado amoroso de Cristo, podremos decirle, con la convicción de Simón Pedro: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).

Que la Virgen María, Madre de toda la Iglesia, nos enseñe el camino de la eternidad y nos guíe al Sagrado Corazón de Cristo: que Él sea en verdad el rey y el amor de nuestras vidas, de nuestras comunidades y de nuestras familias. A Él, el poder y la gloria. Ahora y por siempre. Su Reino no es de este mundo, es la victoria inmarcesible del Amor que Él nos ha regalado.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

Parroquia Sagrada Familia