Evangelio del domingo, 21 de noviembre de 2021

Hemos llegado al último domingo del tiempo ordinario, antes de iniciar el período del adviento. Y la Iglesia siempre celebra y proclama en este día a Jesucristo, Rey universal.

Las lecturas de la Misa de hoy nos presentan al Cristo Rey ya glorificado y Señor de la historia: en el Apocalipsis aparece Jesucristo, "el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra". Él es "el que es, el que era y el que viene"; o sea el Eterno, el Todopoderoso. Es este mismo Jesús glorificado a quien contempla el profeta Daniel en su visión apocalíptica: "Yo vi en una visión nocturna venir a un Hijo de hombre sobre las nubes del cielo, y a Él se le dio el poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le servían. Su poder es eterno, no cesará; su reino no acabará".

En el Evangelio, en cambio, vemos al Jesús "terreno", al Jesús histórico, que comparece ante Pilato poco antes de ser condenado a muerte y colgado sobre la cruz. Y aparece el Cristo Hombre en toda su majestad y grandeza, como prefigurando ya su divinidad: "Tú lo dices -responde a Pilato—: Soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo".... ¡Sí! Para ser Rey.

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Él está cerca

Hoy recordamos cómo, al comienzo del año litúrgico, la Iglesia nos preparaba para la primera llegada de Cristo que nos trae la salvación. A dos semanas del final del año, nos prepara para la segunda venida, aquella en la que se pronunciará la última y definitiva palabra sobre cada uno de nosotros.

Ante el Evangelio de hoy podemos pensar que “largo me lo fiais”, pero «Él está cerca» (Mc 13,29). Y, sin embargo, resulta molesto —¡hasta incorrecto!— en nuestra sociedad aludir a la muerte. Sin embargo, no podemos hablar de resurrección sin pensar que hemos de morir. El fin del mundo se origina para cada uno de nosotros el día que fallezcamos, momento en el que terminará el tiempo que se nos habrá dado para optar. El Evangelio es siempre una Buena Noticia y el Dios de Cristo es Dios de Vida: ¿por qué ese miedo?; ¿acaso por nuestra falta de esperanza?

Ante la inmediatez de ese juicio hemos de saber convertirnos en jueces severos, no de los demás, sino de nosotros mismos. No caer en la trampa de la autojustificación, del relativismo o del “yo no lo veo así”... Jesucristo se nos da a través de la Iglesia y, con Él, los medios y recursos para que ese juicio universal no sea el día de nuestra condenación, sino un espectáculo muy interesante, en el que por fin, se harán públicas las verdades más ocultas de los conflictos que tanto han atormentado a los hombres.

La Iglesia anuncia que tenemos un salvador, Cristo, el Señor. ¡Menos miedos y más coherencia en nuestro actuar con lo que creemos! «Cuando lleguemos a la presencia de Dios, se nos preguntarán dos cosas: si estábamos en la Iglesia y si trabajábamos en la Iglesia; todo lo demás no tiene valor» (Beato J.H. Newman). La Iglesia no sólo nos enseña una forma de morir, sino una forma de vivir para poder resucitar. Porque lo que predica no es su mensaje, sino el de Aquél cuya palabra es fuente de vida. Sólo desde esta esperanza afrontaremos con serenidad el juicio de Dios.

Jornada Mundial de los Pobres

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

mario iceta

 

Queridos hermanos y hermanas:

 

A los pobres los tienen siempre con vosotros (Mc 14,7). Esta afirmación de Jesús, anticipo y promesa de una resurrección que se hace vida y presencia en el rostro cansado de esta frágil Tierra, nos recuerda que hoy –desde el corazón del Papa Francisco hasta el último de los hijos de Dios– celebramos la V Jornada Mundial de los Pobres.

El rostro de Dios que Él revela «es el de un Padre para los pobres y cercano a los pobres», recuerda el Papa en su mensaje para esta jornada. Toda la obra de Jesús afirma que «la pobreza no es fruto de la fatalidad», sino que es «un signo concreto de su presencia entre nosotros».

Ciertamente, solo es necesario pasear por las aceras de la historia para descubrir al mismo Cristo en los ojos de los pobres y en las manos consoladoras que los sostienen. Ellos, los preferidos del Padre y los primeros en ser llamados a compartir la bienaventuranza del Señor y su Reino (cf. Mt 5,3), nos enseñan a caminar por el corazón de Dios, a curar sus llagas, a sanar el matiz de sus cicatrices y a aliviar su cansancio.

¿Cuántas veces pasamos al lado de un pobre y no nos dignamos a mirarle a los ojos? ¿Cuántas calles con personas necesitadas recorremos, a lo largo de nuestra vida, y no nos paramos siquiera a pensar –desde el corazón– qué les ha llevado hasta esta situación? ¿Qué más necesitamos para aprender que, en la persona de los pobres, hay una presencia de Dios?

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Evangelio del domingo, 14 de noviembre de 2021

Estamos casi a fin del año litúrgico, pues terminará el próximo domingo con la fiesta de Cristo Rey. Por eso se nos habla con palabras de Jesucristo referentes al fin del mundo. No sólo san Marcos, sino otros evangelistas, cuando transcriben palabras o mensajes de Jesús para asuntos grandiosos, se acomodan a un estilo literario que en el Oriente estaba de moda, que era el apocalíptico, por medio de comparaciones y figuras grandiosas. Jesús no quiere atemorizarnos, sino desea mostrarnos de manera solemne una realidad, que para sus seguidores debe encerrar una gran esperanza.

Eran los días antes de su muerte. Después de hablar en el templo, Jesús con sus discípulos se retiraba a Betania. La conversación se hizo interesante al ver el templo relucir con los rayos del atardecer. De la predicción sobre el final del templo y su sistema religioso, pasó Jesús a tratar sobre el final del mundo, que al mismo tiempo será el tiempo de su segunda venida “con gran poder y majestad”. Sobre esta segunda venida se hablaba mucho en la primitiva cristiandad, de modo que muchos, por el deseo grande de estar con Jesús, creían que iba a realizarse muy pronto. En diversas épocas han estado muy presentes estas predicciones de Jesús, como cuando llegaba el año mil, y algo también en el año dos mil. Hay sectas que hablan continuamente de ello, hasta mostrando fechas concretas, que luego no se realizan.

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Todos han echado de lo que les sobraba, ésta, en cambio, ha echado de lo que necesitaba

Hoy, el Evangelio nos presenta a Cristo como Maestro, y nos habla del desprendimiento que hemos de vivir. Un desprendimiento, en primer lugar, del honor o reconocimiento propios, que a veces vamos buscando: «Guardaos de (…) ser saludados en las plazas, ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes» (cf. Mc 12,38-39). En este sentido, Jesús nos previene del mal ejemplo de los escribas.

Desprendimiento, en segundo lugar, de las cosas materiales. Jesucristo alaba a la viuda pobre, a la vez que lamenta la falsedad de otros: «Todos han echado de lo que les sobraba, ésta [la viuda], en cambio, ha echado de lo que necesitaba» (Mc 12,44).

Quien no vive el desprendimiento de los bienes temporales vive lleno del propio yo, y no puede amar. En tal estado del alma no hay “espacio” para los demás: ni compasión, ni misericordia, ni atención para con el prójimo.

Los santos nos dan ejemplo. He aquí un hecho de la vida de san Pío X, cuando todavía era obispo de Mantua. Un comerciante escribió calumnias contra el obispo. Muchos amigos suyos le aconsejaron denunciar judicialmente al calumniador, pero el futuro Papa les respondió: «Ese pobre hombre necesita más la oración que el castigo». No lo acusó, sino que rezó por él.

Pero no todo terminó ahí, sino que —después de un tiempo— al dicho comerciante le fue mal en los negocios, y se declaró en bancarrota. Todos los acreedores se le echaron encima, y se quedó sin nada. Sólo una persona vino en su ayuda: fue el mismo obispo de Mantua quien, anónimamente, hizo enviar un sobre con dinero al comerciante, haciéndole saber que aquel dinero venía de la Señora más Misericordiosa, es decir, de la Virgen del Perpetuo Socorro.

¿Vivo realmente el desprendimiento de las realidades terrenales? ¿Está mi corazón vacío de cosas? ¿Puede mi corazón ver las necesidades de los demás? «El programa del cristiano —el programa de Jesús— es un “corazón que ve”» (Benedicto XVI).

Parroquia Sagrada Familia