Evangelio del domingo, 7 de enero de 2018
El Bautismo de Jesús fue una de las cuestiones que más preocuparon a las primeras generaciones de cristianos. No acertaban a explicarse que siendo, como era, Jesús completamente inocente y sin mancha de pecado y el bautismo de Juan un bautismo para los pecadores, él hubiese venido al Jordán para que el bautista le bautizara. ¿Cómo conciliar un Jesús pecador y un Jesús sin pecado?
Hoy tenemos resuelta la aparente contradicción. Jesús era, ciertamente, tan inocente que no sólo no tenía pecado alguno sino que venía a destruir todos los pecados del mundo: “Este es el Cordero que quita el pecado del mundo”, proclamó el Bautista. Pero pudo destruir el pecado del mundo porque lo asumió como cosa propia, porque se hizo pecador en nombre nuestro. Cuando subió a la Cruz, lo hizo cargado con nuestros pecados, con los pecados de todos los hombres de todos los tiempos y culturas.
Esta solidaridad con nuestros pecados, que llevó a cabo sobre todo cuando entregó su vida por nosotros, quiso revelarla y realizarla ya en el río Jordán. Gracias a esta solidaridad con nosotros, nosotros podemos recibir un bautismo que destruye todos los pecados que llevemos a la fuente bautismal. Si somos pequeños, el pecado original, es decir, el que heredamos de nuestros primeros padres. Si somos adultos, ese pecado y cuantos hayamos cometido personalmente. Al celebrar hoy el bautismo de Jesús deberíamos reflexionar todos sobre nuestro bautismo. Los que ya lo hemos recibido, para agradecerlo y comprometernos a ser coherentes con él. Los padres, para seguir llevando a sus hijos a bautizar al poco de nacer y educarles luego en la fe cristiana. Los adultos y los niños de 7 a 14 años que no estén bautizados para acercarse a la Iglesia y prepararse a recibirlo. Nada hay más grande que convertirse en hijos de Dios y discípulos de Jesús. Eso es lo que hace, entre otras cosas, el maravilloso sacramento del Bautismo.