No temáis a los que matan el cuerpo

Hoy, después de elegir a los doce, Jesús los envía a predicar y los instruye. Les advierte acerca de la persecución que posiblemente sufrirán y les aconseja cuál debe ser su actitud: «No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna» (Mt 10,28). El relato de este domingo desarrolla el tema de la persecución por Cristo con un estilo que recuerda la última Bienaventuranza del Sermón de la Montaña (cf. Mt 5,11).

El discurso de Jesús es paradójico: por un lado dice dos veces “no temáis”, y nos presenta un Padre providente que tiene solicitud incluso por los pajarillos del campo; pero por otra parte, no nos dice que este Padre nos ahorre las contrariedades, más bien lo contrario: si somos seguidores suyos, muy posiblemente tendremos la misma suerte que Él y los demás profetas. ¿Cómo entender esto, pues? La protección de Dios es su capacidad de dar vida a nuestra persona (nuestra alma), y proporcionarle felicidad incluso en las tribulaciones y persecuciones. Él es quien puede darnos la alegría de su Reino que proviene de una vida profunda, experimentable ya ahora y que es prenda de vida eterna: «Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos» (Mt 10,32).

Confiar en que Dios estará junto a nosotros en los momentos difíciles nos da valentía para anunciar las palabras de Jesús a plena luz, y nos da la energía capaz de obrar el bien, para que por medio de nuestras obras la gente pueda dar gloria al Padre celestial. Nos enseña san Anselmo: «Hacedlo todo por Dios y por aquella feliz y eterna vida que nuestro Salvador se digna concederos en el cielo».

El precioso tesoro de la vocación sacerdotal

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Decía el santo Cura de Ars que «un buen pastor, un pastor según el corazón de Dios, es el más grande tesoro que el buen Dios pueda conceder a una parroquia y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina».

Hoy, con la ordenación de dos nuevos sacerdotes en nuestra archidiócesis de Burgos, recapitulo cada detalle de mi vocación y hago mías estas palabras del patrón del clero, san Juan María Vianney, quien –debido a la persecución religiosa de aquella época– recibiera el sacramento de la Reconciliación en su casa y la Primera Comunión en un granero, de manos de un sacerdote perseguido por los revolucionarios franceses de su tiempo.

Verdaderamente, es admirable perpetuar –con nuestras propias manos– la obra redentora de Jesús sobre la tierra: seguir sus huellas, imitar su ejemplo, andar su camino. No hay amor más grande, ni sacrificio mayor, de cara a un Pueblo de Dios tan necesitado de un padre que dé sentido a su vivir.

Y no es fácil, en estos momentos en que vivimos, llevar sobre las espaldas el peso del día y del calor (cf. Mt 20, 12), acompañar el cansancio de quienes más sufren, cargar con su propio dolor, abrazar su enfermedad hasta hacerla propia, cueste lo que cueste; porque nada le es indiferente a quien decide entregar la vida, hasta la última gota, por amor.

Tras nuestro sacerdotal «sí», nace la promesa eterna de Dios: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 16-20). Está presente, con nosotros y sobre todo, en la Eucaristía y, desde ahí, en la Iglesia, en cada página de los Evangelios y en nuestro prójimo. Y porque eterna es su misericordia (cf. Sal 135), «sería injusto no reconocer a tantos sacerdotes que, de manera constante y honesta, entregan todo lo que son y tienen por el bien de los demás (cf. 2 Co 12, 15)», como escribía el Papa Francisco a los sacerdotes en el 160 aniversario de la muerte del Cura de Ars. Ellos llevan adelante «una paternidad espiritual» capaz de llorar con los que lloran: «Son innumerables los sacerdotes que hacen de su vida una obra de misericordia en regiones o situaciones tantas veces inhóspitas, alejadas o abandonadas, incluso a riesgo de la propia vida».

Ser sacerdote supone cuidar, con misericordia, cada corazón perdido del rebaño, y ser siempre sensible al sacramento del perdón. En todo y para todos. Sin distinción; solo con ternura. Porque o somos samaritanos y salimos, a tiempo y a destiempo (cf. 2 Tm 4, 2), a las periferias del mundo o no seremos reflejo de Quien nos hizo eterna y enteramente suyos. Esa es nuestra misión: ser de Él más que de nosotros mismos, ser su reflejo y hacer posible lo imposible, hasta que su amor rompa los esquemas del mundo.

Hoy, el ver a Cristian y a Aarón revestidos de sacerdotes de Jesucristo nos anima a ser –aún más– del Señor y a renovar las palabras que Él pronuncia el día de la ordenación: «Ya no os llamo siervos, yo os llamo amigos» (Jn 15, 15).

La identidad del sacerdote solo puede ser la de Cristo, quien subió a la Cruz con los brazos abiertos con gesto de Sacerdote Eterno. Y Él no se cansa de buscar posada, como un mendigo, en el corazón de aquellos que barruntan ser siervos de su infinito amor en el precioso Sacrificio del altar.

Le pedimos a María, Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, por aquellos que están llamados a cultivar esta preciosa vocación de ser pastores de almas; para que sepan reflejar, in aeternum, el rostro misericordioso y compasivo del Pastor Bueno.

Recemos por cada uno de ellos y pongamos sus nombres cada día en el altar de la Eucaristía, hasta que entendamos lo que dejó escrito –con su asombroso testimonio– el santo Cura de Ars: «Si comprendiéramos bien lo que es un sacerdote en la tierra, moriríamos: no de miedo, sino de amor».

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

Evangelio del domingo, 18 de junio de 2023

El Evangelio dice que Jesús «instituyó a Doce — que llamó apóstoles—, para que estuvieran con Él, y para enviarlos a predicar» (Mc 3,14), dos cosas: para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar. Hay un aspecto que parece contradictorio: los llama para que estén con Él y para que vayan a predicar. Se podría decir: o una cosa o la otra, o estar o ir. En cambio, no: para Jesús no hay ir sin estar y no hay estar sin ir. No es fácil entender esto, pero es así.

Tratemos de entender un poco cuál es el sentido con el que Jesús dice estas cosas. En primer lugar, no hay ir sin estar: antes de enviar a los discípulos en misión, Cristo —dice el Evangelio— los “llamó” (cfr. Mt 10,1). El anuncio nace del encuentro con el Señor; toda actividad cristiana, sobre todo la misión, empieza ahí. No se aprende en una academia: ¡no! Empieza por el encuentro con el Señor. Testimoniarlo, de hecho, significa irradiarlo; pero, si no recibimos su luz, estaremos apagados; si no lo frecuentamos, llevaremos nosotros mismos a los demás en vez de a él —me llevo a mí y no a Él—, y todo será en vano. Por tanto, puede llevar el Evangelio de Jesús solo la persona que está con Él. Alguien que no está con Él no puede llevar el Evangelio. Llevará ideas, pero no el Evangelio. Igualmente, sin embargo, no hay estar sin ir. De hecho, seguir a Cristo no es un hecho intimista: sin anuncio, sin servicio, sin misión la relación con Jesús no crece.

(Audiencia General, 15 febrero 2023)

 

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Al ver Jesús a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor

Hoy, el Evangelio nos dice que el Señor —viendo al pueblo— se sentía turbado, porque aquel pueblo iba desorientado y cansado, como ovejas sin pastor (cf. Mt 9,36). El pueblo de Israel sabía muy bien, mejor que nosotros —hombres de ciudad— qué era un pastor, y el alboroto que se formaba cuando las ovejas se encontraban solas sin pastor.

Si Jesús viniera hoy, yo creo que repetiría las mismas palabras: pues hay muchas personas desorientadas, buscando cuál es el sentido de la vida. —Señor, ¿qué solución das a este gran problema? Pues Jesús pide oración, escoge a doce apóstoles y los envía a predicar el reino de Dios.

¡Escogió a doce Apóstoles! Envía a estos doce hombres a predicar: «‘El Reino de los Cielos está cerca’. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis» (Mt 10,7-8). Lo que los Apóstoles hicieron, y nosotros hemos de hacer, es predicar a la persona adorable de Jesucristo y su mensaje de paz y de amor, y eso de una manera desinteresada.

Todos estamos convocados a ello: los sucesores de los Apóstoles —los obispos y los otros pastores— pero también, en unión con ellos, todos los fieles. Todos tenemos esta misión en el mundo: sanar a la humanidad de sus heridas, orientarla en sus búsquedas… No solamente los obispos y los sacerdotes, sino también los laicos: por ejemplo, en la familia —en su carácter de hogar y escuela de fe; en la universidad y en los colegios; en los medios de comunicación; en el mundo sanitario…, y cada cristiano en su ambiente de amistad y de trabajo.

Escuchemos a san Francisco de Sales, que escribe: «En la misma creación de las cosas, Dios, el Creador, mandó a las plantas que cada una diera el fruto según la especie. Igualmente, los cristianos —que son plantas vivas de la Iglesia— les mandó a cada uno de ellos que diera fruto de devoción según la calidad, el estado y la vocación que tuviera».

La educación es el camino. La meta es el amor

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Con el curso escolar a punto de concluir, deseo agradecer la labor de tantos maestros que, poniendo la educación en el centro de sus vidas, se preocupan por el bien de quienes tienen, en sus manos, el presente y el futuro de nuestra sociedad; en particular, los niños, adolescentes y jóvenes. Los profesores son el punto de referencia para la acción personal de sus alumnos, educando en diálogo, en respeto y en conocimiento. «Todo verdadero educador sabe que para educar debe dar algo de sí mismo», escribía el Papa Benedicto XVI en su mensaje dirigido en 2008 a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación, «y que solamente así puede ayudar a sus alumnos a superar los egoísmos y capacitarlos para un amor auténtico».

La educación es el camino, mientras que la meta es, siempre, el amor. Un amor que se forja en la fraternidad, que rompe con el individualismo, que abraza las diferencias, que amplía el horizonte pedagógico; una formación que no transgreda lo más sagrado y que se abra a la trascendencia de un Dios que lo inunda todo con su sola presencia.

Por ello, es también esencial la tarea de los colegios e institutos, que deben colmar de valores y principios educativos, morales, humanos y espirituales la mirada, la mente y el corazón de los alumnos, buscando la identidad de una escuela que verdaderamente los acompañe en su día a día. Ante esta circunstancia, «la cultura del cuidado se convierte en la brújula a nivel local e internacional para formar personas dedicadas a la escucha paciente, al diálogo constructivo y al entendimiento mutuo», confesaba el Papa Francisco en su mensaje para el lanzamiento del Pacto Educativo en septiembre de 2019. Así, letra a letra, mano a mano, se forja el tejido a favor de una humanidad capaz de hablar el lenguaje de la fraternidad.

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Parroquia Sagrada Familia