El zapatero
Hace muchos años, en una aldea del norte, vivía un zapatero. Se llamaba Juan.
El último domingo de Adviento fue a Misa, pensando cómo se podía preparar mejor para celebrar la Navidad. ¿Qué puedo hacer yo -se preguntaba- para celebrar la Navidad como Dios quiere? ¿Qué podría ofrecer yo ese día?
Y así, lentamente, ya que había salido de su casa con tiempo, se dirigió a la Iglesia, a su parroquia.
Y cuando salió -¡qué contento!- ya sabía lo que le iba a regalar a Jesús el día de Navidad, y se lo contó a Miguel.
Llegó el día 24 de diciembre y Juan se sentó a la mesa a esperar las doce para darle a Jesús su regalo: unas preciosas botas que, con gran cariño, había confeccionado con un pedazo de cuero que tenía, y tres mil pesos, que era todo lo tenía en su hucha. Estaba feliz, ya podía venir Jesús. Y rezaba bajito: "Ven, Señor. Ven, Jesús..."
Pero de pronto, Juan se acordó de que no le había llevado los zapatos al anciano José, y rápido salió a la calle para que él no se molestase en ir a la zapatería. Al pasar por el puesto de la señora Juana, la saludó.
Y en aquel momento un chiquillo que estaba escondido, arrebató el cesto de la señora Juana. Pero Juan salió corriendo tras él y lo alcanzó. Habló con él y le preguntó porqué había hecho eso. El niño le contó que tenía dos hermanos pequeños y no habían comido. Entonces Juan le dio el cesto y corrió a casa por los tres mil pesos, y se los dio a la señora Juana.
Llevó los zapatos al anciano José y regresó a casa. La carrera y el susto del chiquillo habían acalorado al bueno de Juan que abrió la ventana de par en par para refrescarse; y entonces vio que pasaba por la calle Matea, una señora de la aldea vecina que se había quedado sin marido y sin trabajo. Iba descalza y con el pequeño Jaime en los brazos. Juan, como era zapatero, se dio cuenta enseguida de que Matea iba descalza, y se acordó de las botas que había hecho para ofrecérselas a Jesús a las doce de la noche. ¿Qué hacer? No lo dudó. Cogió las botas y se las dio a Matea. Jaime sin saberlo sonrió feliz.
Acompañó Juan un trecho a la señora Matea para comprar unas golosinas a Jaime. Al volver, en la puerta de su casa estaba tendido Pedro y, como siempre, medio borracho. Juan lo levantó, lo invitó a pasar a su casa, le dio agua para que se lavase y lo sentó a la mesa, donde estaba la buenísima torta que había hecho para ofrecérsela a Jesús cuando diesen las doce.
Pedro estaba gozoso de poderse tomar aquel pedazo de torta en compañía de Juan, que, mientras lo tomaba, pensó que quizá debería dejar de beber tanto vino y empezar a ser tan bueno como Juan. El también podía ser bueno y querer a los demás.
Se marchó Pedro... Y Juan se quedó solo; miró el reloj: iban a dar las doce y se puso triste. Y ahora -pensó- ¿qué puedo ofrecer a Jesús? El dinero se lo he dado a la señora de las manzanas, para pagar el cesto que le di al niño para que comieran él y sus hermanos; las botas a Matea, que estaba descalza; y la torta me la he comido con Pedro. ¡Estaba el pobre tan solo! Jesús, ¿qué puedo ofrecerte? Y se arrodilló para esperar rezando el momento de las doce.
Y cuando estaba con los ojos cerrados, diciéndole a Jesús que le quería mucho, pero que no tenía nada que darle, sintió a Jesús dentro de él, en el corazón, y escuchó que le decía: "Juan, estoy contento, muy contento; he recibido ya tus regalos: el dinero, las botas, la torta... No olvides Juan, que cualquier cosa que hagas con el más pequeño, lo haces conmigo.