Pesebre de amor
Hace tiempo que un viajero en una de sus vueltas por el mundo, llegó a una tierra, le llamó la atención la belleza de sus arroyos que cruzaban los campos, y los sembrados. Habiendo caminado ya un rato, se encontró con la casas del pueblo, sencillas, coloridas y con puertas abiertas de par en par. No podía creerlo... él venía de un lugar muy distinto. Se fue acercando pero su sorpresa fue mayor cuando tres niños, hermanitos, salieron a recibirlo y lo invitaron a pasar, los padres de los niños invitaron al viajero a quedarse con ellos unos días.
El viajero aprendió muchas cosas, por ejemplo a hornear el pan, trabajar la tierra, ordeñar la vacas, pero había una de la cual no podía descubrir el significado, cada día y algunos días en varias ocasiones el papá, la mamá y los hermanos se acercaban a una mesita donde habían colocado las figuras de María y José, un burrito marrón y una vaca. Despacito dejaban una pajita entre María y José.
Con el correr de los días el colchoncito de pajitas iba aumentando y se hacía más mullido. Cuando le llegó al viajero el momento de partir, la familia le entregó un pan calentito y frutas para el camino, lo abrazaron y lo despidieron. Ya se iba cuando dándose vuelta les dijo:
- Una cosa quisiera llevarme de este hermoso momento.
- Por supuesto le contestaron. ¿Qué más podemos darte para el camino? Y el viajero entonces preguntó. - ¿Por qué iban dejando esas pajitas a los pies de María y José? Ellos sonrieron y el niño más pequeño respondió:
- Cada vez que hacemos algo con amor, buscamos una pajita y la llevamos al pesebre. Y así vamos preparando para que cuando llegue el niño Jesús, María tenga un lugar para recostarlo. Si amamos poco, el colchón va a ser un colchón delgado y por lo mismo frío. Pero si amamos mucho, Jesús va a estar más cómodo y calentito. El viajero parecía comprenderlo todo. Sintió ganas de quedarse con esa familia hasta la Nochebuena, pero una voz dentro de sí lo invitó a llevar por otros pueblos lo que había conocido tanto de nuevas labores, como de los corazones sencillos tan llenos de amor, como los de esa familia.
Hoy empezamos en la Iglesia un nuevo año litúrgico con el tiempo del Adviento. Es una especie de “año nuevo” para nosotros, y lo iniciamos expresando nuestra esperanza en Dios; en este Dios que ha venido, viene y siempre quiere seguir viniendo a nosotros. Por eso, también, el Adviento es un tiempo de preparación para acoger al Dios que siempre viene, que quiere seguir naciendo en nosotros, para continuar su obra de salvación en nuestro mundo, para ayudarnos a todos sus hijos a tener vida en abundancia y ser muy felices.
Durante todo este tiempo de Adviento nos van a acompañar las figuras de María y José, que esperan con nosotros el nacimiento de Jesús. También nos va a acompañar la Corona de Adviento, con la que iremos expresando cada domingo nuestra esperanza y la necesidad del nacimiento de Jesús, y la cercanía de la luz que ilumina nuestra vida. Pero nos falta la cuna, el pesebre donde acoger a Jesús, y queremos invitarles a preparar durante estas cuatro semanas un lugar donde Él pueda nacer en cada uno de nosotros.