Las zapatillas misteriosas
Cuando Marisol era chica, era bastante miedosa. Por las noches, escuchaba un montón de ruidos y, en las sombras de la pared, se imaginaba figuras de monstruos nada agradables. Pero lo que más le preocupaba eran sus zapatillas. Marisol las dejaba a la entrada del cuarto, pero por la mañana aparecían por cualquier lado. A veces, una en cada lugar del dormitorio y otras veces, ordenaditas contra la pared. Lo primero que hacía al despertarse, era mirar dónde estaban.
Tanto era el miedo, mezcla de asombro que tenía, que nunca se lo contó a nadie, por vergüenza. Sus hermanos mayores se hubieran reído de ella. Cuando creció, se fue a dormir a un cuarto más alejado del de sus padres. Allí, las zapatillas dejaron de moverse y, con el paso del tiempo, se olvidó del tema. Hasta que un día, ya casada y con hijos, al entrar a su dormitorio para taparlos y para fijarse si estaban durmiendo bien, pisó las zapatillas de uno de ellos, que estaban en la entrada del cuarto. Comprendió entonces, lo que había sucedido tantos años con sus zapatillas. No había fantasmas ni fuerzas misteriosas que las cambiaban de lugar; era su mamá que las pisaba por las noches cuando entraba en la habitación para taparla o para darle un beso mientras dormía y nunca se lo había dicho. Lo hacía porque le gustaba, no porque esperaba agradecimiento.
Jesús es muy claro cuando dice cómo seguirlo: amándolo a él y a los demás. El único mandamiento que construye la paz, es el del amor. Sólo las exigencias relacionadas con el amor, son de Dios. Cuando tengamos dudas, hablamos, discutamos, reunámonos con otros, de la misma forma que lo hicieron los primeros discípulos cuando surgía un problema.
Hay mucha gente que hace cosas por ti y, a veces, no te das cuenta. ¿Pensaste en todas las personas que trabajan por ti en tu barrio, en tu ciudad, en la escuela, en tu casa, en forma silenciosa y sin que te des cuenta? ¿Te gusta hacer algo por los demás aunque nadie sepa que fuiste el responsable del bien que has hecho?