El cuento de la jarilla

0014Muchas son las plantas que conoció la abuela visi­tando a sus nietos. Una de ellas le llamó especial­mente la atención, la jarilla. Es un arbusto que no tiene más de un metro y medio de altura, es decir más bajo que la abuela es muy apreciado para fa­bricar jabones y darle otros usos medicinales.

—No prendas el fuego cer­ca de esa planta— le gritó su nieto cuando vio que disponía leña cerca del arbusto para preparar el asado. Esa planta se quema fácilmente.

La abuela se maravillaba de la cantidad de cosas que sabían sus nietos. A ella le costaba diferenciar entre la planta de menta y la de perejil.

—Mira abuela, fíjate bien cómo son las hojas, tócalas, huélelas... Están cubiertas de una especie de re­sina. ¿Te das cuenta de algo especial? Son suaves y..., están todas mirando para el mismo lado. Las hojas de la jarilla son como una brújula, todas señalan hacia el este, esperando que salga el sol, reverenciándolo... No, las hojas de la jarilla no se dan vuelta como las del girasol. Mi mamá dice que estas son más sabias, reciben el sol cuando sale tibio, pero luego, cuando se pone fuerte, le da la espalda. Sabe recibir y sabe dejar partir.

El nieto se quedó parado mirando la jarilla ab­sorto en sus pensamientos y salió corriendo para jugar con los otros nietos. La abuela buscó otro lugar para hacer el fuego.
Esa noche le pidieron un cuento de la jarilla.

—Hace muchos, muchos años, muchos años an­tes de que mis abuelos nacieran, llegaron a estas tierras los primeros habitantes y se instalaron cerca de las nubes, en la montaña, lugar sagrado donde la vida no era fácil ni divertida. El objeti­vo era vivir bien, danzar, comer, trabajar. No era lo mismo que vivir mejor, que sólo buscar tener más, más dinero, más comodidad... Ese pueblo buscaba la armonía con la naturaleza, trabajar en reciprocidad porque con­sideraban el trabajo como una forma de ayudarse; no había uno más importante que otro... No todo era per­fecto; también surgían con­flictos que intentaban solu­cionar a través del diálogo. Como muchos otros pue­blos, realizaban una cere­monia que marcaba el paso de la niñez a la vida adulta: debían llevar una ofrenda a las altas cumbres, al lu­gar de donde provenían el trueno y el agua. Cierta vez, un joven partió con su poncho y un cuchillo. No necesitaba más, co­nocía perfectamente cada planta, cada hierba y fruto silvestre, y sabía cuál podía comer y cuál no. Todavía no había amanecido cuando partió. No necesitaba luz para el primer tramo del recorri­do, muchas veces había hecho el camino hacia la quebrada donde llevaban las cabras a pastar y re­cogían hierbas aromáticas y medicinales que cre­cían libremente en esa zona. Calzaba sandalias y sus pies apenas sentían la dureza de las piedras o los pinchazos de los espinos. Estaba dispuesto a cumplir el rito; el frío y el cansancio no se lo iban a impedir. La montaña no era sentida como hos­til; a pesar de las dificultades que ofrecía, siem­pre era benévola. Una vez que llegó a zonas des­conocidas, puso más atención en donde pisaba, y en los detalles del camino que le permitieran regresar a su pueblo. Guardaba en su mente al­guna piedra o árbol identificable, especialmente en los momentos en que el camino se bifurcaba o no estaba trazado y debía atravesar zonas de monte. Fue en ese momento en que se distrajo un segundo a causa de una piedra en la sanda­lia; ese instante hubiera podido de cambiar el curso de su vida.

—¡Abuela!, no exageres, así los cuentos no son tan creíbles.
—No, no exagero, es cierto; se agachó para sa­carse la piedra y, cuando se volvió a parar ya no sabía para donde ir, ni de dónde venía. Las nubes tapaban el sol y aunque hubiera estado brillando, era mediodía y no le iba a indicar cuál era el oeste. Y, en ese momento la vio...
— ¿Tuvo una aparición?
— ¡No interrumpas a la abuela!
—No, vio la planta de jarilla, no una... ¡a miles! que le indicaban el camino hacia el poniente. El joven llegó al lugar indicado, dejó su ofrenda y regresó sin dificultad a su casa, llevando en la bolsa que colgaría para siempre de su cintura, piedras de la cima.
— ¿Y así termina este cuento? ¿En qué consistía la ceremonia?
—La ceremonia era algo secreto, ¿vosotrosa­beis guardar un secreto?
— ¡Sí!—gritaron todos al mismo tiempo.
—La gente de esos pueblos también, y nunca lo contaron.

Muchos no creyeron en Jesús, persiguieron a sus amigos y no los escucha­ron. Pablo y Bernabé siguieron su viaje y fueron a hablar a aquellos que sí querían escucharlos. Hagamos nosotros lo mismo, llevemos el mensaje de Jesús a todas las personas de buena voluntad que desean vivir en paz y superar las diferencias con diálogo.
¿Qué es lo que te hace pasar de niño a adolescente?
¿Por qué te dejas guiar en la vida?.

Parroquia Sagrada Familia