Cuento de olivo

La hora de la siesta, es sagrada. La primera vez que la abuela fue de visita, se sorprendió de que interrumpieran tantas horas el trabajo. Su hijo le explicó que era imposible estar a pleno rayo de sol, por más protector solar, sombre­ro o camisa de manga larga que se usara. Sin embargo, la abuela no le hizo caso y, mientras todos descansaban dentro de las casas frescas, construidas de adobe, decidió ponerse el sombrero, tomar una botellita de agua de la nevera y salir a dar una vuelta. Voy hasta donde están los animales, pasando la huerta, son sólo doscientos metros, pensó.

Fueron los doscientos metros más largos de su vida. Ni bien pasó debajo de la última hi­guera, los rayos del sol se clavaron en su piel, a tra­vés de la ropa. Se mojó la cabeza con el agua y así llegó. Envidió la sombra de las charcas donde se apretaban los animales, in­móviles, para gastar la menor cantidad de energía posible. Ella era la única que se movía, ni el viento se atrevía a desafiar al sol, rey indiscutible a esa hora. Vio, unos pasos más adelante, un olivo. Calculó que las fuerzas le daban para recargar la botella con la manguera con la que le daban agua a los animales y así poder llegar hasta allí.

Cuando la familia se levantó de la siesta, empezaron a buscarla. Al rato, la vieron venir del fondo, medio atontada por el calor, pero bien. Había buscado re­fugio pegadita a un árbol y se había dormido cubierta por su sombra.

Esa noche, la abuela comenzó el cuento sin que sus nietos propusieran el tema.

—Hace muchos, muchos años, antes de que mis abuelos nacieran, grandes árboles surgieron en la tierra. No eran grandes por su tamaño. Otros árbo­les mucho más altos o gruesos ya poblaban la tierra. Tampoco eran grandes por el tamaño de sus hojas. Al contrario, sus hojas eran finitas y pequeñas, pero tan­tas y tan cerca una de la otra, que su sombra era buscada por personas y animales. Los rayos del sol no los atravesa­ban. Vivían muchísimos años y daban uno de los alimentos más valiosos. Son los olivos que nos ofrecen las aceitunas con las cuales se hace el acei­te de oliva, o se pueden co­mer solas, o en una ensalada... No es sencillo reconocer cuándo están ma­duras. No podemos comerlas directo del árbol, como hacemos con otros frutos.

—Cuando yo era chiquito —dijo uno de los nietos más pequeños—, me comía las aceitunas que caían al suelo, todavía verdes, y terminé con una gran des­composición.

—Estos árboles esconden muchas historias. Apare­cen en textos antiguos, como en la Biblia. Cuando el diluvio universal cubrió toda la tierra y Noé hizo la barca para sobrevivir. Después de pasados cuarenta días dejó salir una paloma. La paloma regresó con una rama de olivo en su pico y supo que el agua es­taba bajando. No se pudrió bajo del agua, soportó la destrucción. También saludaban con ramas de olivo a los reyes que llegaban a una ciudad; al mismo Je­sús, lo recibieron agitando ramos de olivo. Se cree que los primeros olivos nacieron en Asia, en la Me­sopotamia. A mí me gusta pensar que una vez, una mujer, cansada de trabajar la tierra, con la cintura dolorida de tanto estar agachada, pidió a sus dioses cosechar algo de pie. Pidió y pidió, con tanta fuer­za, que en el fondo de su casa, apareció un brote extraño. La mujer no sabía qué era, pero sacó los yuyos que estaban a su alrededor y dejó espacio para la planta. Su esposo se rió y le preguntó por qué dejaba esa planta sola y rodeada de piedras pa­ra que nadie la pisara. La mujer le contestó que esa planta era la respuesta que los dioses daban a sus oraciones. El hombre no se atrevía a discutir con ella cuando le daba estos argumentos y, además, la planta no le molestaba. En ese lugar el sol pe­gaba muy fuerte, no podría sobrevivir. Le prohibió a su mujer gastar agua en ese esqueje y se olvidó del asunto. La mujer, que era la que iba a buscar agua, le llevaba un vasito de agua de vez en cuando. No le contaba a nadie, pero sentía que la planta se lo agradecía y le decía que ese poquito que le llevaba era suficiente.

Pasaron los años, y el esqueje se convirtió en un árbol bajo el cual se sentaba a descansar y comía la fami­lia. Los niños trepaban por las ramas que sostenían sus cuerpos y sus sueños.

Se lamentaban de que no pudieran comer sus fru­tos, hasta que una vez, luego de una guerra de acei­tunas entre los niños, quedaron tiradas sobre una esterilla varios días al sol. Cuando las probaron, el fruto se había convertido en un manjar.

Ya anciana, la mujer recordaba su pedido de cose­char algo de pie.

Durante el domingo de Ramos las iglesias se llenan de gente que se acerca para recibir un ramo y tenerlo durante el año en su casa. Ese ramo simboliza el reci­bimiento que le hicieron a Jesús cuando entró a Jerusalén. El pueblo, salió a la calle porque había oído hablar de él y de los signos que ha­cía, curando a los en­fermos y dando de co­mer a los hambrientos. Que nos contagiemos de este entusiasmante en­cuentro con Jesús y que nos dure toda la vida.

Parroquia Sagrada Familia