El espantapájaros
En un lejano pueblo vivía un labrador muy avaro. Era tanta su avaricia que cuando un pajarito comía un grano de trigo encontrado en el suelo, se ponía furioso y pasaba los días vigilando para que nadie tocara su huerto.
Un día tuvo una idea. Ya sé, construiré un espantapájaros. Así alejaré los animales de mi huerto.
Cogió tres cañas y con ellas hizo los brazos y las piernas, luego con paja dio forma al cuerpo. Una calabaza le sirvió de cabeza, dos granos de maíz de ojos, por nariz puso una zanahoria y en la boca una hilera de granos de trigo.
Cuando terminó el espantapájaros le colocó unas ropas rotas y feas y de un golpe seco lo hincó en la tierra. Pero se percató de que le faltaba un corazón y cogió el mejor fruto del peral, lo metió entre la paja y se fue a su casa.
Allí quedó el espantapájaros moviéndose al ritmo del viento. Más tarde un gorrión voló despacio sobre el huerto buscando dónde podía encontrar trigo. El espantapájaros al verle quiso ahuyentarle dando gritos, pero el pájaro se posó en un árbol y dijo:
‐ Déjame coger trigo para mis hijitos.
‐ No puedo, contestó el espantapájaros. Pero tanto le dolía ver al pobre gorrión pidiendo comida que le dijo: Puedes coger mis dientes que son granos de trigo.
El gorrión los cogió y de alegría besó su frente de calabaza. El espantapájaros se quedó sin boca pero muy satisfecho de su acción.
Una mañana un conejo entró en el huerto. Cuando ya se dirigía hacia las zanahorias, el muñeco lo vio y quiso darle miedo, pero el conejo le miró y le dijo:
‐ Quiero una zanahoria, tengo hambre.
Tanto le dolía al espantapájaros ver un conejito hambriento que le ofreció su nariz de
zanahoria. Cuando el conejo se marchó, quiso cantar de alegría, pero no tenía boca, ni nariz para oler el perfume de las flores, pero estaba contento.
Más tarde apareció el gallo cantando junto a él.
‐ Voy a decirle a mi gallina que no le ponga más huevos al dueño de esta huerta, pues nos mata de hambre.
‐ Eso no está bien, dijo el espantapájaros. Yo te daré comida, pero tú no digas nada a tu mujer. ¿De acuerdo? Coge mis ojos que son de maíz.
‐ Bien, contestó el gallo, y se fue muy agradecido.
Poco más tarde alguien se acercó a él y dijo: ‐ Espantapájaros, ¿podrías darme una
limosna, tú que eres tan bueno? El labrador me ha echado de su casa.
‐ ¿Quién eres?, le preguntó el espantapájaros. Yo no puedo verte.
‐ Soy un vagabundo que pido limosna.
‐ Coge mi vestido, es lo único que puedo ofrecerte.
El vagabundo, tomando las ropas viejas del espantapájaros, se marchó muy contento.
Más tarde el espantapájaros notó que alguien lloraba junto a él. Era un niño que buscaba comida para su madre. El dueño de la huerta no había querido ayudarle.
‐ Toma, le dijo el espantapájaros, te doy mi cabeza que es una gran calabaza...
Cuando el labrador fue al huerto y vio su espantapájaros en aquel estado, se enfadó muchísimo y le prendió fuego.
Sus amigos, al ver cómo ardía, se acercaron y amenazaron al labrador, pero en aquel momento cayó al suelo algo que pertenecía a aquel monigote: su corazón de pera. El labrador riéndose, se lo comió diciendo:
‐ ¿Decís que todo os lo ha dado? Pues esto me lo como yo.
Pero tan sólo al morderla ya notó un cambio en él. El espantapájaros le había
comunicado su bondad. Entonces el labrador les dijo:
‐ Perdonadme, desde ahora os acogeré siempre.
Mientras, el espantapájaros se había convertido en cenizas y el humo llegaba hasta el sol transformándose en el más brillante de sus rayos.