El jardinero y el ángel
Érase una vez un santo que había tenido una vida larga y feliz. Un día bajó a verlo un ángel del Señor, el cual lo encontró en la cocina del monasterio fregando ollas y sartenes. —Dios me ha enviado —le dijo—. Ha llegado la hora de llevarte a la vida eterna. Y repuso el buen hombre: —Agradezco al Todopoderoso su bondad, pero, como podrás ver, no puedo dejar todos estos platos sucios. No quiero parecer desagradecido, pero, ¿no sería posible retrasar mi viaje al otro mundo hasta que acabe esta tarea? El ángel lo contempló con mirada bondadosa. —Veremos qué se puede hacer— le dijo, y desapareció.
El santo siguió atendiendo sus muchos quehaceres. Un día, mientras escarbaba en el jardín, nuevamente se le apareció el mensajero de Dios. El virtuoso varón indicó con la azada los surcos sembrados. —Mira cuánta hierba tengo que quitar— dijo —¿No crees que deberíamos aplazar todavía el viaje a la eternidad? Y sonriendo nuevamente, el ángel desapareció. El santo siguió trabajando con la azada, y luego pintó el granero. Y entre una y otra tarea, el tiempo se fue pasando, hasta que, un día, el incansable monje se hallaba en el hospital atendiendo a los enfermos. Acababa de llevar agua para que bebiera un paciente con fiebre, cuando, al levantar la vista, vio nuevamente al ángel del Señor. Esta vez, el santo se limitó a abrir los brazos con un gesto de resignación. Con la mirada, indicó al ángel la sala donde tanta gente sufría. Y sin decir una palabra, el ángel se esfumó. Aquella noche, al volver a la celda de su monasterio, el buen hombre se sintió viejo y cansado, y exclamó: —Señor, si quieres mandarme a tu mensajero ahora, estoy dispuesto a recibirlo ya. Apenas había dicho eso, cuando el ángel se le apareció de nuevo. —Si deseas llevarme— declaró el santo —estoy listo ya para establecer mi morada en el cielo. Y mirando al santo con sabia mirada, el ángel le contestó. —¿Establecer tu morada en el cielo? ¿Y dónde crees que has estado hasta ahora?
La Vida Eterna comienza en la tierra. Todos tenemos derecho a disfrutar de la vida y satisfacer nuestras necesidades. Las personas sentimos una necesidad de siempre más. Especialmente, necesitamos siempre más amor. Sólo el encuentro con Dios nos hace sentir el verdadero amor, la verdadera felicidad. Podemos empezar a sentir esa salvación, ese amor, cuando aceptamos a Dios como Padre, que es lo mismo que aceptar que todo hombre, varón, mujer, grande, pequeño... es nuestro hermano.