Sonia sueña
—¿Qué pasa Sonia? —preguntó su mamá que llegó corriendo al cuarto de su hija al oírla gritar. —Sueño, sueño con cosas graciosas –dijo Sonia medio dormida. —¿Eso eran carcajadas? Sonia soñaba mucho, tanto, tanto que a veces tenía más historias de sueño que de la vida despierta. A Sonia le encantaba contar los sueños. Su familia sospechaba que inventaba o, al menos, exageraba. No conocían a otra persona que, como Sonia, sintiera olores, tuviera sensaciones de suavidad, aspereza o viscosidad en los sueños.
Algunas noches, a Sonia le costaba dormirse, temía tener una pesadilla. Una de esas en que sueñas que te caes, o que estás en el baño y mojas la cama, o que alguien te persigue... Sabía que las pesadillas no solían ser originales, ni bonitas, ni brillantes, ni con buen olor. Eran comunes, oscuras, gritonas. Sonia había hablado mucho con sus compañeras acerca de los sueños y de dormir con la luz apagada o encendida. Alguna amiga le había contado que su papá le había dicho: "Ya eres grande, ahora vas a dormir con la luz apagada". Ella no quería apagar la luz mientras dormía. Al mismo tiempo, también deseaba crecer porque quería que le compraran un móvil, y esa era la condición. Así que, después de pensarlo bien, decidió que iba a apagar la luz. Desde que tomó la decisión hasta el día en que lo hizo, pasaron varias semanas; noches en que antes de acostarse, tomaba la perilla del encendedor y hacía esfuerzos para apretarla, pero su dedo no respondía. Hasta que, por fin, se decidió. La oscuridad era total, y su habitación tenía una ventana al patio, pero era una noche sin luna y no entraba ni un poquito de luz. No había diferencia entre tener los ojos abiertos, cerrados o taparse con la manta. Se concentró en la respiración, como decía la maestra. Inhalar, exhalar, despacio, profundo... La oscuridad permanecía, y parecía que era el aire lo que se iba poco a poco. Le costaba respirar. No aguantó más y pegó un grito.
Su papá y su mamá llegaron corriendo y encendieron la luz. Sonia les contó que quería ser grande y por eso, había apagado la luz. Su mamá fue a buscar una cajita que estaba en la parte más alta del mueble del comedor. Sonia la conocía, recordaba que alguna vez se la había pedido a su mamá para jugar, pero no se la había dado. Era de la abuela. Le sorprendió que apareciera con esa cajita. La traía como si fuera un tesoro. La abrió, había un platito de cerámica gastado por el tiempo y por el uso. Todavía tenía restos de vela. —Este platito lo usó mi abuela desde chiquita hasta que murió con 91 años. No se dormía si no encendía una velita. Decía que no podía dormir sin luz. Mi abuela fue una mujer fuerte, una de las primeras que entró en la Universidad y consiguió una beca en el exterior. Sin embargo, si se quedaba sin velita para la noche, la ibas a encontrar sentada en el sillón. ¿A dónde me van a llevar los sueños si no hay una pequeña luz? –decía siempre. —A mí me pasa lo mismo —dijo Sonia—, me parece que, sin la luz, los sueños no saben adónde ir. Desde esa noche, Sonia durmió con la cajita sobre la mesilla y, algunas noches, con la luz apagada.
¿Qué te hace sentir “grande”? Jesús te puede ayudar a crecer, ¿lo sientes así?. En la primera lectura, Dios llama a un pastor y, en el Evangelio, Jesús envía a anunciar a doce personas comunes, del pueblo. A esa gente sencilla, sin grandes títulos, les encarga una gran misión: anunciar el amor, la salvación. Cada uno de nosotros, sea de la edad que fuese, también tiene una palabra de Dios para regalar a los demás. Ojalá nos animemos a hacerlo: regalar palabras de aliento, de perdón, de amistad...