Mal olor
En un edificio muy bonito, a pocas manzanas de Rivadavia, una de las avenidas más importantes de la Ciudad de Buenos Aires sucedía algo que preocupaba a todos. Cuando se abría la puerta de la calle, al entrar, el olor era insoportable. El olor era cada vez más profundo, ácido, penetrante. Los habitantes hablaron con el encargado. —No sé qué pasa –dijo–. Siempre saco la basura en el horario. Lo que noto últimamente es que cada vez hay menos bolsas. Era una situación insólita, si había menos basura en las calles, cómo se explicaba el olor. —Llamemos a un fontanero –dijo uno de los propietarios–. Quizás se rompió una de las tuberías de desagüe de los inodoros. El fontanero estuvo buscando, pero no encontró el motivo del olor.
La comunicación del departamento revisado con la cloaca estaba completamente libre. —Llamemos a un fumigador –propuso otro que explicó que una vez había vivido en una casa vieja y sufría el olor proveniente de ratas muertas en el techo. El fumigador recorrió todo el edificio y no encontró nada. Pero, antes de retirarse, dijo que había golpeado mucho en el primero A y nadie le había contestado. Justo en ese lugar, le había parecido que el olor era más intenso. El portero y algunos más fueron al primer piso y, efectivamente, coincidieron con el fumigador: el olor era más intenso ahí.
El portero había visto al dueño del departamento esa mañana cuando salía para el trabajo; era un señor que había enviudado hacía poco y no tenía hijos ni familia. —Sé a la hora que regresa de trabajar, es un hombre excelente. Lo espero y le pregunto si tiene algún problema, ¡qué extraño que él no se haya quejado especialmente! Esa tarde, el portero se distrajo y, cuando vio la hora, se dio cuenta de que el señor del primero seguramente ya había entrado al edificio. Subió por la escalera y vio algo que lo llenó de asombro: el hombre, vestido de traje, estaba entrando a su departamento bolsas de residuos de otros pisos. El portero quedó petrificado en la escalera; la puerta estaba abierta, y el pasillo de entrada y, hasta donde él podía ver, estaban cubiertos de basura. El olor venía de ese departamento, era evidente. Más que un cuento, este relato, lamentablemente, sucede en la realidad. Hay personas que acumulan basura, objetos que encuentran por la calle...
“La moneda del bolsillo tal vez la puedas guardar, pero la que está en el alma se pierde si no se da”, me decía mi abuela hace muchísimos años. ¿Qué es lo que acaparamos y termina estropeándose?. En el tercer domingo de Adviento, nos encontramos con Juan, el que bautizaba con agua, gritaba en el desierto, e invitaba a preparar el corazón para reconocer a Jesús. Allanar el camino significa dejar de lado lo que nos impide reconocer a Jesús: el egoísmo, la búsqueda del propio bien sin pensar en el bien del otro, el deseo de acaparar... Que Dios nos ayude para cultivar un corazón que siempre busque el bien común.