La familia Gabini - (7ª parte) - Unos días en la ciudad
A fines de octubre cumplían 40 años de casados los abuelos, los padres de Daniel, y hacían una fiesta. Todos tenían muchas ganas de ir a la ciudad para verlos y para encontrarse con sus amigos y compañeros. Marcela no tendría problemas con su trabajo. Trabajar desde su casa había sido una gran decisión y además, justo esa fecha coincidía con el día en que ella tenía que presentarse en la oficina. Los chicos no habían faltado nunca a la escuela y la directora les dijo que no había problema si no iban en toda la semana. Después, ella personalmente los pondría al tanto de los temas nuevos. Daniel, no quería cerrar la ferretería porque además de tuercas y tornillos, vendían muchas otras cosas que hacían falta en el pueblo. Repuestos para coches, lavadoras, comida para animales... Era difícil cerrar toda una semana. Por suerte su vecino se ofreció a abrir el negocio por la mañana. Él trabajaba por la tarde en el mantenimiento de la escuela, la municipalidad y el hospital.
A veces lo llamaban por alguna emergencia eléctrica, pero esperaba que esa semana no lo necesitaran. Los abuelos seguían viviendo en la misma casa de cuando Daniel era soltero. Habían conservado la habitación casi tal cual la había dejado. Los Gabini no tenían problema en tirar unos colchones en el suelo y dormir juntos durante la semana. Y los abuelos estaban felices de tener a sus nietos, hijo y nuera una semana para ellos solos. Por lo menos por la mañana, porque después tenían muchas actividades. Los chicos fueron a visitar su escuela anterior y se asombraron de la cantidad de chicos que había. En la escuela de Arroyo Corto se conocían todos. Se llamaban por el nombre o por el sobrenombre.
Cuando entraron y la señora de recepción cerró la puerta de la calle con llave se sintieron encerrados. Lo que antes les parecía normal, ahora les llamaba la atención. Sus amigos los recibieron con cariño y alegría, pero ellos habían cambiado. Ya no sabían el nombre del último jueguito o del programa de televisión de turno y extrañaban poder ir a la plaza solos. Arreglaron que los padres los llevaran a la hamburguesería para pasar ahí la tarde. Carlitos no se divirtió. No podía recordar qué era lo que le gustaba tanto antes. Las hamburguesas no se podían ni comparar con las que comían en Arroyo Corto. Cuando llegaba carne picada a la escuela, el maestro las preparaba con los estudiantes y luego las cocinaban en la parrilla con pan amasado por la misma directora.
Una de las chicas más grandes era especialista en mayonesa de varios gustos. Ese día era una fiesta y aprendían más que otros: el maestro les hablaba de la producción de carne, de la siembra de trigo o de maíz, de las costumbres de los abuelos... La comida es la mejor excusa para encontrarse, y encontrarse es la posibilidad de hablar. Pero esa tarde en el local de comida rápida, no se buscaba hablar, sino sólo comer rápido. Tampoco se podía conversar con el ruido de los jueguitos, los gritos de los padres llamando a sus hijos, los cubiertos... El viaje de vuelta hacia Arroyo Corto fue muy diferente al de algunos meses atrás. No había tristeza. Había alegría de haber visitado a la familia, a los amigos y, también de volver a casa, a su pueblo, a su escuela.
¿Cuál fue el cambio que se produjo en los chicos Gabini? ¿Te sucedió a ti algo similar?. La barca es símbolo de la comunidad; cuando se aleja de Jesús, aparecen las tormentas, las dificultades, los problemas. Pensemos en el grupo de amigos; los chismes, el hablar por atrás, el pensar sólo en uno, hacen que el grupo se rompa o se estropee. Cuando distinguimos a Jesús en medio nuestro, cuando recordamos que está en nosotros como una semilla que podemos hacer crecer, que tenemos la fuerza necesaria para atravesar las tormentas con amor, salimos adelante. Nunca perdamos la fe en las promesas de Jesús.