Penetrar en el Misterio de la Vida
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, Domingo de Ramos, con el recuerdo vivo del Señor entrando victorioso en Jerusalén, comenzamos la Semana Santa. Mientras alfombramos –con cada uno de los retales de nuestra fe, esperanza y amor– el sendero que ha de recorrer Jesús, nos adentramos en el corazón de un Misterio que, cada año, revela la medida infinita del amor de Dios. Un camino de Pasión que nos hace recorrer las etapas de nuestra propia vida y, por tanto, de nuestra salvación.
San Pablo VI dejó escrito que este día que hoy celebramos «viene a ser como el vestíbulo del santuario de la Semana Santa». Una huella enclavada en tierra que da sentido a un Evangelio escrito en siete palabras: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11, 25).
Jesús quiere acogernos en la espesura de su misericordia para que habitemos, eternamente, en la vida conquistada en la cruz que brota de su costado abierto. De su entrega en la cruz brota la nueva semilla de una herencia construida en el amor ilimitado de Dios manifestado en la Pasión.
Nos adentramos, a partir de hoy, en una Semana que es Santa, porque solo puede entenderse desde una fe que necesita habitar en la Pasión. Desde ahí, hemos de amar a Jesús abandonado, para que después –ya resucitado– resplandezca en cada uno de nosotros. Hemos de amarle, más allá de sus llagas, más adentro de nuestro temor y pecado; desde esa entrega ilimitada por nosotros, desde esa debilidad que revela –con el precio de su sangre– el culmen más sagrado de su amor.
Dice san Pablo en su Carta a los Corintios que Cristo murió por todos «para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Cor 5,15). En Jesús muerto y resucitado, queridos hermanos y hermanas, la vida ha vencido a la muerte. Y esta fe pascual, la que envuelve cada gesto a la medida de Dios, sostiene y alimenta nuestra esperanza cada día.
Hace justamente un año, el Papa Francisco, revelaba cómo –«en el drama de la pandemia, ante tantas certezas que se desmoronan y con el sentimiento de abandono que nos oprime el corazón»– Jesús nos dice a cada uno: «Ánimo, abre el corazón a mi amor y sentirás el consuelo de Dios, que te sostiene».
Una promesa, la de entonces y la de hoy, que nos invita en esta Semana Santa a redescubrir que la vida solo tiene sentido cuando se conjuga el verbo amar en todas las circunstancias de nuestra vida. Desde el Crucificado, que es la medida del amor que Dios nos tiene; hasta el Resucitado, que nos convierte en templos vivos, portadores de su vida, de su misericordia y de su perdón.
En esta Semana Santa que hoy comenzamos, debemos ser signos de esperanza, a imagen y semejanza del Padre. Y, como la Virgen María y las santas mujeres del Evangelio, queremos esparcir a nuestro alrededor las semillas de vida, de esperanza y de paz allí donde el sepulcro permanece aún velado por el miedo a creer y a esperar en Dios.
Jesús, quien removió la roca de la entrada a la tumba, quiere remover las piedras que sellan cualquier corazón y lo impiden abrirse a la vida y a la misericordia de Dios. Él desea que recorramos, de su mano, este camino que comenzamos hoy. Y a pesar de que esta vez no salgamos en procesión con los ramos a recibir al Señor y de que algunos ritos se supriman a causa de las normas sanitarias impuestas, esta Semana será realmente Santa si nosotros la vivimos –desde la entrega a los más débiles– al servicio del Amor.
Con gran afecto, recibid mi bendición con el deseo de que viváis esta Semana Santa en la experiencia profunda del amor de Dios.