Don Bosco y la alegría de educar
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
«Si tuvieseis que morir en este momento, ¿a dónde iríais?». Hoy, celebramos la festividad de san Juan Bosco: padre, maestro de la juventud y autor de esta frase que acabo de pronunciar. ¿A dónde irías tú si Dios te llamase ahora?
Don Bosco cuenta con una maravillosa obra teológica y sobre todo pedagógica. Tras toda una vida sacerdotal colmada de entrega y generosidad, donde recorría las calles y visitaba las fábricas y las cárceles, para encontrarse con chicos que estaban abandonados, que habían perdido las ganas de vivir y que eran víctimas de todo tipo de maltratos, el fundador de los Salesianos consiguió sembrar alegría allí donde solo había horror. Y con 72 años, puso rumbo al Cielo y fue canonizado el 1 de abril de 1934 por Pío IX, a quien llamaban el protector especial de los Salesianos.
Hoy, la festividad de este santo nos recuerda la importancia de servir, de amar y de educar. Tres horizontes que encuentran su cumbre en el corazón de los tres amores de Don Bosco: la Eucaristía, la Virgen y el Papa. Servir, haciendo de nuestra vida una Eucaristía, una unión en el Cuerpo de Cristo, para hacerlo todo en memoria suya (Marcos 14, 22-26). Amar, en la carne ungida de los pobres, para poder gritar –como hizo san Juan Bosco– que «donde reina la caridad, ahí está la felicidad». Y educar, siguiendo su incansable ejemplo, con el Señor presidiendo el altar del pan nuestro de cada día, y con la felicidad de un niño que se siente amado, cuidado y sostenido.
Como afirmaba Benedicto XVI: «Puede ser útil identificar algunas exigencias comunes de una educación auténtica. Ante todo, necesita la cercanía y la confianza que nacen del amor: pienso en la primera y fundamental experiencia de amor que hacen los niños —o que, por lo menos, deberían hacer— con sus padres. Pero todo verdadero educador sabe que para educar debe dar algo de sí mismo y que solamente así puede ayudar a sus alumnos a superar los egoísmos y capacitarlos para un amor auténtico» (Mensaje a la Diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación, 21 enero 2008).
Santa Teresa de Jesús decía que «solo el amor es el que da valor a todas las cosas». En estos momentos, es necesaria la educación desde el amor a Dios y al prójimo. Esta mística española, doctora de la Iglesia, les decía a sus compañeras de convento que «todas han de ser amigas, se han de amar, se han de querer y se han de curar». Porque el amor, al fin y al cabo, es la virtud fundamental que hemos de transmitir a nuestros hermanos, a nuestros amigos, a nuestros hijos, a todos los que están a nuestro alrededor.
El Papa Francisco nos habla de la educación como tarea indispensable de la familia: «La familia es el ámbito de la socialización primaria, porque es el primer lugar donde se aprende a colocarse frente al otro, a escuchar, a compartir, a soportar, a respetar, a ayudar, a convivir. La tarea educativa tiene que despertar el sentimiento del mundo y de la sociedad como hogar, es una educación para saber «habitar», más allá de los límites de la propia casa» (AL, 276).
Hoy, más que nunca, con Don Bosco (un portador incansable de la alegría del Evangelio y un santo que «tenía cara de Domingo de Pascua», como dijo una vez el Papa Francisco), hemos de salir a buscar a los jóvenes que muchas veces, aunque no lo parezca, llevan sobre sus hombros una mochila de sufrimiento, desorientación y soledad; y, como el Buen Samaritano, hemos de educar la fragilidad de los más vulnerables e inclinarnos sobre esas heridas que tan solo necesitan descubrir la alegría de vivir. Para que si hoy alguien nos pregunta a dónde iríamos si tuviésemos que morir en este momento, podamos decir, como san Juan Bosco: «Las espinas de la vida se trocarán en flores para toda la eternidad». Esa es nuestra esperanza. Con gran afecto, recibid mi bendición.