Un Año Jubilar en tiempo de pandemia
Fidel Herráez Vegas (Administrador apostólico de la diócesis)
Ayer inaugurábamos de modo solemne el Año Jubilar en nuestra Iglesia diocesana, en el marco del VIII Centenario de nuestra Catedral. Es un año santo, un auténtico Año de Gracia al que nos convoca el Señor. Por ello me ha parecido oportuno insistir hoy y el domingo próximo, en este acontecimiento tan importante para el presente y el futuro de nuestra diócesis, recogiendo algunas ideas de la Carta Pastoral que con este motivo he dirigido a toda la comunidad diocesana.
Tanto la celebración de ayer, como el recorrido inmediato del Año Jubilar, vienen marcados por la situación de pandemia que, con todas sus secuelas, nos envuelve y nos angustia desde hace varios meses. La alegría jubilar parece que queda empañada por los miedos y el sufrimiento que tan profundamente atraviesan nuestra sociedad y, en especial, los más vulnerables de entre nosotros.
Pero precisamente por ello, pienso que el Año Jubilar puede convertirse en una luz providencial que nos ilumine para descubrir dónde se encuentra la verdadera raíz de la alegría y de la esperanza que dan aliento a la fe cristiana. Cuando experimentamos tan de cerca la propia fragilidad y debilidad, nuestra mirada de creyentes se dirige al Dios creador y redentor, fuente de la vida y origen de todo bien. Y «si el afligido invoca al Señor, dice el salmo, Él lo escucha» (Sal 33).
Una mirada a la historia, a los orígenes de la práctica jubilar, nos muestra que los años jubilares surgían frecuentemente en situaciones de desgracia y de desventura. Ya en el antiguo Israel la celebración del Año Jubilar surgió de la experiencia de las heridas humanas, a nivel personal y social, porque se había roto el proyecto original de la creación, generando a los pobres, marginados y descartados. Desde la mirada a la cruel realidad, se volvía la mirada al Dios creador y liberador para recrear todas las cosas y recuperar la armonía original que El había regalado a la familia humana. La pasión por Dios se unía a la pasión por los más necesitados y se manifestaba como exigencia de conversión y como experiencia de alegría al descubrir a todos los seres humanos como hermanos en el hogar del Padre común.
La proclamación por Jesús del Evangelio del Reino de Dios en la sinagoga de Nazaret (cf. Lc 4,18-19) es presentada por san Juan Pablo II como un auténtico Jubileo, prototipo de todos los Jubileos que se celebrarían a lo largo de la historia (Tertio Millennio Adveniente 11-12). En la época de Jesús, llena también de incertidumbres y de injusticias en el campo político, social, y religioso, sus palabras resonaron como invitación a acoger la gracia de Dios y la vida plena que se ofrecía a los enfermos, a los prisioneros, a los pobres, a los pecadores… «en el año de gracia del Señor».
Los primeros Jubileos convocados por los Papas a partir del siglo XIV se celebraron también en contextos tormentosos y adversos incluso en medio de las secuelas de la famosa Peste Negra. Fue una práctica solicitada y esperada por el pueblo cristiano, expresión de la piedad popular, como ocasión de purificación y de perdón, para dar origen a una vida nueva. Reflejaban el anhelo de una experiencia espiritual en la que encontraban aliento para la transformación personal y para el fortalecimiento de la esperanza.
También a nosotros, hoy y en tiempo de pandemia, Dios nos regala un Año Santo, un año de bendición. Os animo a vivir con intensidad las actitudes fundamentales de todo Jubileo:
Profundizar en la alabanza y en la acción de gracias al Dios Padre, fuente de todo bien: ello nos ayuda a reconocer como don todo lo que hemos recibido y, en consecuencia, a compartir, a dar.
Hacer memoria ante Dios de nuestra historia personal y comunitaria: así podremos profundizar en el verdadero júbilo. Sentir el gozo de de los dones recibidos, con todas sus posibilidades, ayudará a vencer los intereses particulares y las tendencias egoístas.
Pedir el don de la conversión para restaurar la armonía y la paz, con el reconocimiento de la propia culpa y la sincera disponibilidad para iniciar, con la ayuda de la gracia, un camino nuevo.
Cultivar la dimensión social de la fe, que va más allá de la solidaridad, con los más vulnerables y los excluidos del banquete de la creación, para trabajar y posibilitar que todos vivan como hermanos nuestros y como hijos predilectos del Padre.
Que de Nuestra Señora aprendamos a vivir estas actitudes y a decir de corazón durante este año: «Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador».