La defensa de la vida

Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)

gil hellin

La inesperada y dolorosa experiencia de la epidemia del Covid-19, que estamos viviendo en la actualidad, como amenaza a la salud y a la vida de todos nosotros, nos hace sin duda más sensibles para valorar el don de la vida humana. Hace unas semanas, al presentaros el documento Sembradores de esperanza, os invitaba a defender la dignidad de la vida de nuestros hermanos enfermos o de quienes se encontraban en los momentos finales de su existencia. En repetidas ocasiones hemos comentado también la necesidad de defender la vida mancillada de los pobres y de los marginados. En esta ocasión deseo recordar y afirmar la dignidad de la vida humana desde su origen, desde los primeros estadios de su concepción.

A esa valoración sin condiciones nos invita el Día Internacional de la Vida, que se celebra el 25 de marzo, fiesta de la Anunciación, en la que conmemoramos cuando el Ángel anuncia a la Virgen María que va a concebir, en su seno, por obra del Espíritu Santo, al Salvador. Celebramos la Encarnación del Hijo de Dios, que el Verbo de la vida iba a compartir nuestra existencia, concebido en una mujer, naciendo como niño y creciendo en una familia. Así, en la concepción y en el nacimiento de ese niño descubrimos la maravilla de la fecundidad del Amor de Dios que se manifiesta en la vida humana. Y por ello la Iglesia celebra ese día la Jornada por la vida, para recordarnos que toda vida humana tiene una dignidad plena, que debe ser respetada y salvaguardada de todas las amenazas desde su concepción a su fin natural.

Desgraciadamente en nuestra sociedad sabemos que existe una fuerte tendencia a minusvalorar la vida en esos momentos iniciales después de su fecundación. Hay quienes consideran el embrión como un apéndice, una parte nada más del cuerpo de la mujer, y por eso llegan a considerar un derecho la supresión de ese ser humano, mediante el aborto o su instrumentalización recurriendo a vientres de alquiler o a la maternidad subrogada. En todos estos razonamientos se banaliza la vida humana, en ocasiones por sentimientos egoístas e incluso también por intereses económicos. Pero la sociedad no debe oscurecer la dignidad de la persona desde la fecundación, cuando ya se configura una nueva célula con identidad genética propia, diferente de los que le transmitieron la vida y con capacidad para ir regulando su propio desarrollo.

La Iglesia se opone al aborto porque no es lícito eliminar ninguna vida humana. Y, a la vez, defiende que «todo niño tiene derecho a recibir el amor de una madre y de un padre, ambos necesarios para su maduración integra y armoniosa» (Amoris Laetitia, n. 172). La mirada al Jesús que inicia su vida en este mundo nos ayuda a descubrirlo en cada niño que va a nacer. Como dice el Papa Francisco, «cada niño injustamente condenado a ser abortado tiene el rostro de Jesucristo» (Palabras a los médicos católicos, 20 septiembre, 2013). «Cuanto más indefensos son los seres humanos, tanto más deben ser preferidos. Entre esos débiles, que la Iglesia quiere cuidar con predilección, están los niños por nacer, que son los más indefensos e inocentes de todos, a quienes hoy se les quiere negar su dignidad humana en orden a hacer con ellos lo que se quiera, quitándoles la vida y promoviendo legislaciones para que nadie pueda impedirlo» (Exhortación Apostólica Evangelii gaudium, n. 213). Por ello estamos llamados a agradecer y a valorar el amor que es fecundo y que genera una nueva vida; y a protegerla desde el principio hasta su final natural, combatiendo toda violación de su dignidad.

Como pastor de una diócesis debo valorar el esfuerzo de quienes, de modos muy diversos, actúan en el espacio público como defensores de la vida humana, aportando fuerza e iniciativas diversas para cuidarla y protegerla. Son dignos de alabar porque es una batalla muy difícil de librar en esta sociedad, que ha aceptado de modo natural la práctica del aborto y las técnicas de procreación no natural que cuestionan el sentido del matrimonio y de la familia. Precisamente por ello nuestro testimonio y nuestro compromiso en favor de la vida resultan especialmente necesarios.

Finalmente, quiero subrayar que ser pro-vida no se puede reducir a oponerse al aborto. Ha de incluir el apoyo y acompañamiento a las mujeres embarazadas en dificultad, para que superen la tentación de renunciar al hijo concebido; una plena comprensión del amor conyugal que se abre generosamente a la vida; la promoción de la familia como ámbito de acogida y de crecimiento de los niños; y, en general, la protección de toda vida humana valiosa, única e irrepetible en todas sus etapas.

Pidamos a la Virgen de la Anunciación que nos ayude a amar la vida de cada ser concebido y a defender y proteger su valor y su dignidad. Todo niño es un don que genera esperanza para la familia y para la sociedad; y este niño necesita ser bienvenido, amado y cuidado siempre.

Parroquia Sagrada Familia