Día Internacional de la Mujer 2020
Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)
En muchos países del mundo se celebra hoy, 8 de marzo, el Día Internacional de la Mujer del que quiero hacerme eco, con alguna reflexión, en este espacio dominical. Este día, celebrado por las Naciones Unidas desde 1975, tiene su origen en las diferentes manifestaciones de las mujeres que, especialmente en Europa, reivindicaban a comienzos del siglo XX el papel de la mujer, su derecho al voto, mejores condiciones de trabajo, la participación en la sociedad y su desarrollo íntegro como personas, todo ello en igualdad con el hombre. Si bien es cierto que en las últimas décadas se han dado grandes avances, todavía queda mucho por hacer; pues como bien se ha dicho «una conquista para la mujer es una conquista para toda la humanidad».
La Iglesia no puede mantenerse al margen de las grandes causas de la humanidad para lograr un mundo más justo y equitativo. Es cierto que hay discursos sobre la defensa de la mujer que implican riesgos y pueden ser controvertidos y criticados. Pero sobre este punto el Papa Francisco, en la Exhortacion Apostólica Christus vivit, que dirige a los jóvenes y a todo el pueblo de Dios, advierte que si bien «una Iglesia demasiado temerosa puede ser permanentemente crítica ante todos los discursos sobre la defensa de los derechos de las mujeres, y señalar constantemente los riesgos y los posibles errores de esos reclamos», «una Iglesia viva, en cambio, que se mantiene joven, debe reaccionar prestando atención a las legítimas reivindicaciones de las mujeres, que piden más justicia e igualdad, aunque no pueda estar de acuerdo con todo lo que propugnan algunos grupos feministas» (n. 42).
La Iglesia debe reconocer y proclamar la dignidad de todas y cada una de las mujeres. Según el relato bíblico, la mujer aparece en la cima de la creación, como resumen de todo lo creado y como fuente de vida. Ella, recuerda el Papa en su homilía del 1 de enero del presente año, contiene en sí el fin de la creación misma: la generación y protección de la vida, la comunión con todo lo que existe. Esta dignidad se hace aún más patente si la contemplamos a la luz de la Virgen María. De ella, mujer y madre, surgió la salvación. Por ello no hay salvación sin la mujer. Gracias a una mujer, María, se hizo posible un nuevo nacimiento para la humanidad. En el vientre de una mujer Dios y la humanidad se unieron para no separarse nunca más.
Vemos, sin embargo, prosigue el Papa, que las mujeres «son continuamente ofendidas, golpeadas, violadas, inducidas a prostituirse y a eliminar la vida que llevan en el vientre. Toda violencia infligida a la mujer es una profanación de Dios, nacido de mujer... ¡Cuántas veces el cuerpo de la mujer se sacrifica en los altares profanos de la publicidad, del lucro, de la pornografía!... Debe ser liberado del consumismo, debe ser respetado y honrado. Es la carne más noble del mundo, pues concibió y dio a luz al Amor que nos ha salvado».
La Iglesia reconoce la indispensable aportación de la mujer en la vida social y eclesial, que queda profundamente enriquecida con su humanidad, con su valentía, con su determinación, con su intuición y con sus capacidades. En la Evangelii Gaudium (nº103) se constata con gusto «cómo muchas mujeres comparten responsabilidades pastorales junto con los sacerdotes, contribuyen al acompañamiento de personas, de familias o de grupos y brindan nuevas aportaciones a la reflexión teológica». Esto también lo puedo afirmar yo de nuestra diócesis, donde las mujeres están presentes de modo cada vez más activo en los organismos pastorales. Pero a la vez comparto con el Papa que «todavía es necesario ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia», incluyendo «los diversos lugares donde se toman las decisiones importantes». En nuestro caso, la Asamblea Diocesana que estamos realizando puede ser una ocasión magnífica para fomentar y estimular este deseable proceso.
Demos gracias a Dios hoy por tantas mujeres que son merecedoras de nuestra admiración y de nuestro agradecimiento. Ellas generan y mantienen la vida en la historia. Y prolongan en la Iglesia, con sus servicios y carismas, la fuerza y la ternura de María. Con Ella y junto a ellas seguiremos favoreciendo la misión de la mujer en la Iglesia y en el mundo.