Los niños, los grandes damnificados
Francisco Gil Hellín (Arzobispo de Burgos)
Todos tenemos limitaciones, defectos y pecados. Esto lo saben bien las personas con las que convivimos. Especialmente, aquellas con las que pasamos la mayor parte de nuestro tiempo. Esto explica que quien mejor conoce las limitaciones y defectos del marido sea su mujer y viceversa y que los hijos, incluso cuando son pequeños, sean los testigos más cualificados.
Es, pues, completamente normal que haya momentos en los que son ofendidos los sentimientos más profundos. Se dicen palabras, se hacen cosas o se dejan de hacer otras que lejos de expresar el amor que debe existir entre los esposos, lo mortifican y causan heridas.
La experiencia enseña que hay un momento en que estas heridas tienen todavía remedio. Pero, si se descuidan, van a más, se agravan. Incluso puede llegar un momento en que se convierten en desprecio y hostilidad. Las heridas se hacen tan profundas, que dividen al marido y a la mujer y llevan a buscar en otra parte consuelo, comprensión y apoyo. ¿Se piensa en los hijos, sobre todo, si son pequeños, cuando se buscan tales 'apoyos'?
El Papa Francisco abordó esta problemática en una de sus últimas catequesis sobre la familia; concretamente el 24 de junio último. Decía el Papa: «A pesar de nuestra sensibilidad, aparentemente avanzada, y de todos nuestros análisis psicológicos refinados, me pregunto si no nos hemos anestesiado también respecto a las heridas en el alma de los niños. Se habla mucho de trastornos del comportamiento, de salud psíquica, de bienestar del niño, de ansiedad de los padres y de los niños. ¿Pero sabemos qué es una herida del alma? ¿Sentimos el peso de la montaña que aplasta el alma de un niño, en las familias en las que se trata mal y se hace mal, hasta romper la fidelidad conyugal? ¿Qué peso tienen nuestras acciones –elecciones a menudo erróneas- en el alma de los niños?».
Cuando el marido o la mujer pierden la cabeza y sólo piensan en sí mismos, cuando se hacen daño el uno al otro, el alma de los niños sufre mucho y recibe unas heridas que dejan huella para toda la vida. ¡Cuántas lágrimas derraman los niños cuando están a solas! Por eso, habría que reflexionar en serio sobre la dureza del corazón de los padres hacia los niños, a la hora de envenenar las relaciones conyugales.
Cuando las heridas han sido tan grandes que se rompe lo irrompible, es decir, cuando se destruye con los hechos el compromiso adquirido de ser 'una sola carne', no es infrecuente que cada uno de los cónyuges trate de ganarse el afecto de sus hijos con regalos, aprovechándose de su indefensión. Y, en los casos más graves, esta 'atracción' del hijo hacia uno de los padres se lleva a cabo denigrando y despreciando al otro. ¡No cometamos este desatino!
A nadie se le oculta que hay casos en los que la separación es inevitable. Más aún, puede ocurrir que sea moralmente necesaria. La Iglesia –que no admite el divorcio- tiene prevista la separación de los cónyuges en determinados supuestos. En estos casos, es muy aconsejable acudir al sacerdote de la propia parroquia o a una persona de buen criterio, formación y conducta para que nos escuche y oriente.
Y ¿cómo proceder cuando se ha consumado la ruptura y se ha buscado una 'solución' que no es en realidad una solución? ¿Hay alguien que pueda ayudar? La Iglesia es una buena madre y sale al encuentro de estos hijos suyos con una mirada misericordiosa y compasiva. No tiene autoridad para darles la comunión eucarística. Pero no los echa fuera ni les desprecia. Les brinda el alimento de la Palabra de Dios, la participación en sus obras de caridad, la compañía de otros matrimonios cristianos, la ayuda de los sacerdotes y tantas cosas.