40 años de la Constitución
Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)
El pasado 6 de diciembre celebrábamos el cuarenta aniversario de nuestra Constitución. Permitidme que hoy comparta con vosotros algunas reflexiones, al hilo de este tema. Porque la Iglesia, como dice el Concilio Vaticano II, «se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia» y «nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón» (GS 1). La Constitución ha sido un hito importante en nuestra historia reciente, fruto del consenso y de la generosidad de todos, donde confluyeron diferentes y legítimas sensibilidades, y que nos ha permitido convivir y superar pacíficamente los lógicos conflictos de la convivencia. Como dijimos los Obispos españoles, la Constitución de 1978 «ha propiciado años de estabilidad y prosperidad, con las excepciones de las tensiones normales de una democracia moderna» y solo fue posible «sobre el trasfondo espiritual de la reconciliación, basada en el consenso de todas las fuerzas políticas». En una nueva sociedad española, caracterizada por ser democrática, pluralista y laica, la Constitución sirvió para sellar la necesaria reconciliación de los españoles y sigue siendo un punto de convergencia válido para nuestro próximo futuro.
Es bueno que, al conmemorar hoy nuestra Ley de leyes, aprobada por las Cortes y por los ciudadanos, valoremos también el papel de quienes hicieron posible la transición de la etapa anterior al sistema democrático que disfrutamos. Entre ellos, aparte de los que habitualmente se señalan, es justo reconocer el papel fundamental que jugó la Iglesia en este proceso. Ciertamente, en momentos en los que a veces se pretende hacer una relectura sesgada de la historia, es necesario poner en valor el esfuerzo insustituible y vital que la Iglesia realizó por la concordia y la reconciliación. Impulsada por los aires nuevos que emanaron del Concilio Vaticano II, la Iglesia española colaboró eficazmente con su presencia, su formación, su conciencia social y su compromiso en aquel momento estelar de nuestra historia. De ello hoy también nos sentimos orgullosos y queremos presentar aquella aportación a nuestra sociedad como camino para seguir recorriendo.
Hago mías las palabras del presidente de la Conferencia Episcopal en su último discurso a la Asamblea Plenaria: «los católicos estamos satisfechos de haber prestado la ayuda que estaba en nuestras manos, nos sentimos bien integrados en el sistema democrático y es nuestra intención continuar participando, desde nuestra identidad, en la justicia, la solidaridad, la paz, la convivencia y la esperanza de nuestra sociedad. Ni deseamos ponernos medallas, ni queremos ser preteridos». En efecto, la Iglesia aprecia y promueve el sistema democrático porque nos permite superar las lógicas diferencias desde el diálogo, convivir pacíficamente en la diferencia y garantizar mínimamente los derechos de todas las personas para un mejor desarrollo humano integral. Son precisamente estos derechos humanos que expresan la dignidad y centralidad de la persona (de cuya declaración conmemoraremos mañana su 70 aniversario), los que están en la base de nuestro reglamento constitucional.
A veces se nos quiere vincular a los cristianos con etapas pasadas, se nos acusa de no sentirnos cómodos en el sistema democrático y de querer imponer nuestra moral y nuestras normas al conjunto de la sociedad. De esta manera se nos relega explícita o implícitamente al ámbito de lo privado desde un laicismo trasnochado y nada integrador. Es urgente, en ese clima, reivindicar en la democracia una sana laicidad, el debido respeto al pluralismo y a la libertad religiosa y una provechosa participación de todos que nos enriquezca mutuamente y posibilite un fundamento ético sólido para el conjunto de las leyes y de la convivencia.
La Constitución fue posible por el diálogo y el entendimiento desde un único objetivo: la búsqueda del bien común. Es este principio el que puede dar sentido, orientar y fundamentar el actuar político. Quizás sería bueno recuperar y cultivar este espíritu en las actuales circunstancias, que nos permita superar la confrontación y ayude a revalorizar el actuar político que bien entendido es, como dice el Papa Francisco, «una de las formas más altas de la caridad» porque busca precisamente ese bien común para todos y especialmente para quienes más lo necesitan. Sin duda que la participación de los laicos cristianos en estos compromisos sociopolíticos, con la luz de la enseñanza social de la Iglesia, como lo fue hace cuarenta años, podrá contribuir positivamente, también hoy, en este necesario empeño comunitario. Porque la misión de la Iglesia «entidad social visible y comunidad espiritual», es la de ser y actuar como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios (GS, 40).