Proclamemos, con María, la grandeza del Señor
Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)
En estos comienzos del nuevo curso pastoral, quiero que nos detengamos hoy y pongamos nuestra mirada en María, la Virgen nuestra Señora, Madre de Dios y Madre nuestra. Durante las fechas veraniegas he tenido la oportunidad de conocer, e incluso compartir, con muchos de vosotros las fiestas patronales. Es llamativo, viéndolo en su conjunto, cómo nuestras parroquias tienen siempre un tiempo y un lugar muy destacado para la celebración de los diversos acontecimientos en honor de nuestra Madre, la Virgen María. En muchas localidades, al igual que lo hacíamos en la Catedral, habéis festejado a la Virgen de la Asunción. Ayer, raro era el pueblo que no hacía fiesta en honor a su Natividad, con tantos títulos cariñosos y llenos de piedad. Pronto en Aranda de Duero celebraréis la Virgen de las Viñas y en Miranda de Ebro la Virgen de Altamira. Posteriormente recordaremos a la Virgen de la Merced y a la Virgen de Octubre.
La Iglesia ve hoy en María sobre todo su fe, su disponibilidad para acoger la voluntad de Dios, su escucha de la Palabra, su actitud de oración y de alabanza, su sentido de solidaridad para con los demás, su participación activa en la incipiente comunidad cristiana, su fortaleza ante las dificultades, su generosidad en el cumplimiento de su misión... Se acentúa especialmente su unión con Cristo Jesús. Por designio de Dios estuvo al lado de Cristo, en íntima comunión con El, en su obra de salvación. Así es recordada y celebrada a lo largo del Año Litúrgico: la Madre aparece siempre vinculada al recuerdo de su Hijo, desde la espera del Adviento y la alegría de Navidad, hasta el dolor de la Cruz, el triunfo de la Pascua, la presencia maternal en la comunidad de Pentecostés y el triunfo compartido de la Asunción. María es al mismo tiempo la mujer sencilla, abierta a los demás y solidaria con los que necesitan ayuda. Experta en dolor y recia ante las dificultades que fue encontrando por el camino. Mujer orante, toda de Dios y toda nuestra. Con razón le decimos al cantarle: «Tú eres el orgullo de nuestra raza».
Esta devoción a María, tan arraigada en el pueblo cristiano, nos estimula a vivir nuestra fe con los valores evangélicos que María expresó en su caminar como «discípula misionera» tras las huellas de su Hijo Jesús. La consigna que Ella dio a los sirvientes de Caná, y ahora a todos los que saben mirarla y dirigirse a Ella, es esta: «haced lo que Él os diga». María es nuestra mejor maestra y guía en el camino de la fe. Os animo a imitar a María escuchando la Palabra con una actitud interior de fe, meditando como Ella esa Palabra salvadora en nuestro corazón, y transmitiéndola a los demás de la mejor manera, que es haciéndola vida en nuestras vidas.
Los momentos festivos con que honramos a María pueden llevarnos también a unir nuestro corazón al suyo para, proclamar con Ella la grandeza del Señor. Tal como nos dice en su Magnificat (cf. Lc 1,46-55), hemos de experimentar la alegría de nuestro ser creyentes, porque sin mérito nuestro y viviendo en sencillez Dios quiere seguir amándonos y siendo nuestro único Salvador. Él es quien sigue obrando maravillas en nuestra vida y, a pesar de todo, en nuestro mundo, para que vayan creciendo las semillas de una humanidad nueva, como ya se hizo realidad en la nueva Eva, María. Ahora bien, la grandeza que proclamamos de nuestro Dios no es la que a veces deseamos o descubrimos a nuestro alrededor. Su grandeza reside en estar siempre cerca y de parte de los aparentemente insignificantes; siente compasión y muestra su mayor cercanía para con los humildes y en todo momento quiere ser auxilio de sus hijos necesitados. Miremos pues a María y cultivemos las actitudes que la Madre de Dios y nuestra fue manifestando a lo largo de su vida junto a Jesús y en la Iglesia naciente.
Confiemos también a María el nuevo curso que se nos regala, y afrontémoslo con pasión, alegría y compromiso. Habremos de estar atentos a la voz del Espíritu y dejarnos «cubrir con su sombra» para acoger las nuevas llamadas y los alentadores retos que Él nos dirige. Llamadas para seguir proclamando en nuestro vivir cotidiano el amor y la grandeza de Dios para con todos. Retos para afrontar esperanzados las tareas eclesiales del nuevo curso pastoral. Que nuestra Señora «vuelva a nosotros sus ojos misericordiosos». Yo se lo pido hoy, en nombre de todos, con la sencilla oración que el Papa Francisco le dirige, cuando nos asegura en una de sus homilías que Ella nos mira a cada uno de nosotros con una gran ternura, como Madre de misericordia y amor:
«Señora Santa María, haznos sentir tu mirada de Madre, guíanos hasta tu Hijo, haz que no seamos cristianos de escaparate, sino de los que saben mancharse las manos para construir con tu Hijo Jesús su Reino de amor, de alegría y de paz. Por el mismo Jesucristo, Nuestro Señor. Amén».