Una ética para la economía
Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)
En esta breve reflexión dominical, hoy quiero referirme a la caridad, que como pilar de la acción de la Iglesia, está llamada a expresarse también en el amor social civil y político. Un amor que se manifiesta en todas las acciones que procuran construir un mundo mejor. Podría pensarse que los campos de la economía o las finanzas son algo distante de la misión de la Iglesia. Sin embargo, la Iglesia se preocupa por todo aquello que puede ayudar u obstaculizar el verdadero desarrollo humano, y las actividades económicas no son una excepción.
Todos somos conscientes de la importancia que está cobrando el mundo económico, y especialmente el financiero, en nuestra vida personal y colectiva. El mismo Papa Francisco, al analizar la realidad del momento presente, ha hablado en numerosas ocasiones de una economía que mata, que provoca exclusión y sufrimiento y que está marcada por el dictado de la idolatría del dinero. No cabe duda de que, siendo esto así, este campo de la economía se descubre como un reto para nuestra sociedad en el que los cristianos podemos aportar la enseñanza social de la Iglesia y la sabiduría del Evangelio.
A fin de animar este compromiso transformador, la Congregación para la Doctrina de la Fe publicaba en fechas recientes un pequeño documento, que se llama «Consideraciones para un discernimiento ético sobre algunos aspectos del actual sistema económico financiero», y que os invito a leer. En él se abordan algunas cuestiones que pueden ayudar en el necesario discernimiento de estas temáticas, porque la economía, como cualquier otra esfera del progreso humano, tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento. El documento ofrece algunas pautas que ayuden a discernir cómo administrar los recursos del mundo con libertad, responsabilidad, justicia, solidaridad y amor; y cómo contrarrestar una economía que tiende a «gobernar en lugar de servir» a la humanidad. Desde luego que se tratan aspectos concretos y específicos que tienen que ver con la fiscalidad, el ahorro, el mundo empresarial, los mercados, la bolsa, los productos financieros..., pero lo que se busca es recordar el alma que tiene que guiar y acompañar la vida económica; y, de hecho, interpela a todas las mujeres y los hombres de buena voluntad.
Es cierto e indudable que el bienestar material ha aumentado en los últimos años. Pero, junto a ello, no podemos olvidar que también lo han hecho las desigualdades entre los países y aún dentro de ellos. La crisis económica que hemos vivido y que, pese a los datos macroeconómicos sigue enraizada en amplios sectores de nuestra sociedad, como nos recuerda Cáritas, podría haber servido, como invitaba Benedicto XVI, a revisar lo que hemos hecho bien y lo que nos llevó a esa situación. Sin embargo, parece que nada ha cambiado y se sigue funcionando con los mismos criterios especulativos y depredadores, sin que la actividad financiera dé valor a la economía real. Se ha consolidado así la inversión de orden entre los medios y los fines.
En el fondo de esta situación se encuentran unos criterios incapaces de guiar sana y eficazmente la vida económica: en nuestro horizonte se ha prescindido de la guía que supone la búsqueda del bien común y, por el contrario, nos hemos agarrado a la competencia, al egoísmo y a la inmediatez como últimos criterios de conducta. Todo ello fundamentado en una concepción extendida de la persona que se entiende únicamente como un ser material, individual y consumista. Ante esta situación es urgente recuperar una ética que ayude a orientar el mundo económico en lo que es su propia verdad: contribuir al desarrollo integral de todos los seres humanos, que es mucho más que el mero incremento de bienes materiales. Para ello, esta ética amiga de la persona, tendrá que partir de una visión completa del ser humano que le lleve a profundizar y a sacar consecuencias del respeto a su dignidad y de su apertura al bien común.
En ayuda de la ética se encuentra el necesario concurso de los agentes políticos: de esta manera, la política y la economía, en diálogo enriquecedor y desde la necesaria autonomía y distinción, confluirán en la búsqueda del bien común «al servicio de la vida, especialmente de la vida humana». El documento reitera que el amor al bien integral del ser humano es la clave del auténtico desarrollo. Y concluye con estas palabras: «Frente a la inmensidad y omnipresencia de los actuales sistemas económico-financieros, nos podemos sentir tentados a resignarnos al cinismo y a pensar que, con nuestras pobres fuerzas, no podemos hacer mucho. En realidad, cada uno de nosotros puede hacer mucho, especialmente si no se queda solo» (nº 34).
A ese compromiso os invito y os animo desde la luz de la enseñanza social, de los valores evangélicos y de ese bien común último que la Iglesia quiere lograr, como «sacramento universal de salvación» (LG 1,2).