Adviento: caminemos en esperanza
Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)
El domingo pasado celebrábamos la fiesta de Cristo Rey del universo. Concluíamos el año litúrgico con el gozo de proclamar la victoria de Cristo, el Señor resucitado, sobre el pecado y sobre la muerte, después de haber compartido desde dentro nuestra historia con todas sus dificultades y anhelos, sufrimientos y esperanzas.
Hoy iniciamos con el Adviento un nuevo año litúrgico, a través del cual iremos recordando y celebrando los distintos acontecimientos de la historia de la salvación. Así reconocemos y experimentamos que la historia humana y nuestra propia existencia no se levantan sobre el vacío; están abrazadas por el amor de Dios que sale al encuentro de esta humanidad necesitada de una luz que la ilumine y de una palabra que la acompañe, la consuele y la anime. En el corazón de cada ser humano aletea siempre una aspiración que obtiene respuesta en el anuncio cristiano.
En ese horizonte adquiere todo su sentido el tiempo litúrgico del Adviento: porque nos habla de lo más noble y sincero del ser humano y a la vez de lo más característico del Dios que se revela para amar y salvar. Muchos son los aspectos que se podrían señalar del Adviento. Me voy a fijar simplemente en dos que considero fundamentales: el Adviento es el tiempo de la esperanza y de la vigilancia.
El Adviento es un camino de ESPERANZA. Nos recuerda nuestra condición humana: somos caminantes en el tiempo, en medio de expectativas no siempre alcanzadas y de anhelos insatisfechos, pero con la mirada puesta siempre en el futuro; no somos errantes desorientados sino que avanzamos al encuentro de un Dios que viene a nosotros hasta hacerse hombre -ser humano como nosotros- en la Navidad; así tenemos una garantía para poner nuestra confianza en el Señor glorificado que también nos acogerá al final del tiempo para ofrecernos un hogar y una patria definitiva.
Adviento es, pues, tiempo de esperanza, porque nos ayuda a descubrir la fuente del gozo y de la confianza: no estamos solos y abandonados, hay Alguien que contempla a sus hijos peregrinos, Alguien que viene incesantemente a nuestra vida porque nuestra capacidad limitada hace que mientras estemos en este mundo podamos recibirle cada vez mejor; Alguien que para esperarle nos regala el don grandioso de la esperanza. Nosotros, como decía San Pablo, no podemos vivir como personas que carecen de esperanza.
El Adviento es también invitación a la VIGILANCIA, porque el que espera ha de estar vigilante como nos recuerda el Evangelio de hoy: «Vigilad, dice Jesús, pues no sabéis cuándo vendrá el Señor de la casa, si al atardecer, o a media noche, o al canto del gallo, o al amanecer, no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos» (Me 13, 33-37). Vigilar supone deseo, amor, despertar la fe dormida, orar que es tener tiempo para Dios, y estar atentos para descubrir los múltiples signos de la cercanía del Señor: la luz que ilumina nuestra inteligencia, la palabra que nos interpela, la sonrisa del niño inocente, el rostro de quien necesita nuestra ayuda, la novedad de cada día, los deseos de nuestro corazón que suscitan alegría y compromiso.
La vigilancia reclama de nosotros una conversión permanente, la purificación de nuestra mirada y de nuestras intenciones, la generosidad de nuestro corazón. De este modo nuestra espera se transforma en esperanza. Que esa esperanza se haga oración para que podamos repetir con sinceridad el salmo responsorial de la liturgia de hoy: «Señor nuestro, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve». Y que Santa María, Madre de la Esperanza, Señora del Adviento, nos guíe y acompañe por todos los caminos que llevan a Jesús.