Por un trabajo decente
Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)
Ayer sábado se celebraba la Jornada Mundial por el Trabajo Decente. Si se nos habla de la urgencia de reivindicar un «trabajo decente» es porque para muchos hermanos nuestros la realidad del trabajo se presenta verdaderamente como «indecente» por lo que supone, en muchos casos, de precarización, negación de derechos, explotación, injusticia, economía sumergida, siniestralidad laboral... Al celebrar esta Jornada, todos estamos llamados, y así os lo propongo, a tomar conciencia de esta realidad y a no quedarnos indiferentes, porque nada humano nos debe ser ajeno, y porque «no hay peor pobreza material, como nos dice el Papa, que la que no permite ganarse el pan y priva a las personas de la posibilidad del trabajo y de que éste sea digno».
Es importante poner rostro concreto a tantos hombres y mujeres como sufren esta situación: pienso en los jóvenes cuyos contratos son precarios, o en tantos padres o madres de familia que no pueden trabajar, o en tantos inmigrantes que sufren explotación en el trabajo... Cuando la economía no pone rostros humanos concretos se hace una economía despiadada. Y si se piensa en el trabajo sin pensar en la persona, el trabajo termina por convertirse en algo inhumano. Por eso también en este ámbito tiene que estar presente la Iglesia, porque donde hay un trabajador, especialmente un trabajador que sufre, ahí está el interés y la mirada de amor del Señor y de la Iglesia.
Ciertamente la situación del trabajo hoy es muy cambiante, fruto de la nueva revolución tecnológica en la que nos encontramos. Particularmente grave es la ideología que está dirigiendo esta técnica colocándola al servicio del dinero en lugar de la persona. A ello se ha unido este periodo de postcrisis que barrunta una nueva situación muy distinta de la vivida hasta ahora. Los informes de Cáritas nos hablan de la extensión de una nueva clase social: «los trabajadores pobres». Junto a ello, también nos previenen del peligro de normalización con el que se vive esta realidad sangrante.
No extraña, por tanto, que el Papa Francisco, tan sensible al sufrimiento humano y a la indiferencia que nos rodea, nos empuje constantemente con su magisterio, siguiendo en esto la senda de la doctrina social de la Iglesia. Su enseñanza es especialmente provocadora en este sentido y anima a que, como Iglesia, nos impliquemos por el trabajo decente. Esta llamada ha sido acogida por algunas organizaciones eclesiales (Cáritas, Confer, Justicia y Paz) que en nuestra Diócesis nos invitan en estos días a participar en algunos actos, que siempre nos ayudarán a reflexionar y a revisar nuestro compromiso cristiano.
La nueva realidad social que estamos construyendo tras la crisis económica no debe de eludir la urgencia de producir empleo, y empleo de calidad. Sabemos que es uno de los aspectos que puede garantizar la construcción de una sociedad más justa y humana. Por eso, todos estamos implicados en hacer realidad lo que ya afirmábamos los obispos españoles en el documento «Iglesia, servidora de los pobres»: «para que el trabajo sirva para realizar a la persona, decíamos, además de satisfacer sus necesidades básicas, ha de ser un trabajo digno y estable. La apuesta por esta clase de trabajo es el empeño social por que todos puedan poner sus capacidades al servicio de los demás. Un empleo digno nos permite desarrollar los propios talentos, nos facilita su encuentro con otros y nos aporta autoestima y reconocimiento social. La política económica debe estar al servicio del trabajo digno. Es imprescindible la colaboración de todos, especialmente de empresarios, sindicatos y políticos, para generar ese empleo digno y estable, y contribuir con él al desarrollo de las personas y de la sociedad. Es una destacada forma de caridad y justicia social. Defender el trabajo decente significa poner en el centro a la persona en vez de la rentabilidad económica; ir más allá del empleo y distribuirlo justamente; reconocer los trabajos de cuidado necesarios para la vida; luchar por condiciones dignas y el cumplimiento de los derechos; conciliar trabajo y descanso; y desvincular derechos y empleo. Es una misión irrenunciable ante el aumento de las desigualdades y de la pobreza laboral. Y es esencial para una sociedad más decente».
En conclusión: El trabajo es fundamental para la persona humana. Pero no un trabajo cualquiera, sino un trabajo digno. Y no solo porque le permite sobrevivir, sino porque es fundamental para vivir como ser humano, por lo que implica de crecimiento personal, de aportación a la sociedad y al mundo, de relación con otros, de contribución en la construcción del bien común... Por eso, la ausencia del trabajo o la precariedad en el mismo es ausencia de dignidad. Me gustaría que esta Jornada que hemos celebrado nos ayude a todos, especialmente a los cristianos, a tomar conciencia de esta realidad y a trabajar juntos para establecer unas condiciones laborales mucho más «decentes» que alumbren un mundo más humano y fraterno, más de acuerdo con el Reino de Dios y su justicia (Cfr. Mt 6,33).