Romeros de mayo
Francisco Gil Hellín (Arzobispo de Burgos)
La llegada de la primavera vuelve a recordarnos que la geografía burgalesa es una geografía de peregrinación. Nos topamos de nuevo con los rostros cansados pero alegres de gente que viene de cualquier parte de Europa camino de Santiago de Compostela. Incluso comienzan a ser frecuentes peregrinos de allende los océanos. Como es lógico predominan los jóvenes, pero también hay muchos adultos y hasta de la tercera edad. El Santo Cristo de nuestra Catedral es una etapa que recorren muchos de ellos. La Virgen del Manzano, en Castrojeriz, también es paso obligado y lugar propicio para recabar de María su maternal bendición y protección.
Pero la llegada de la primavera y, más en concreto, del mes de mayo nos familiariza con otro tipo de peregrino. Podríamos llamarle peregrino de “tono menor”, pero no por eso menos peregrino. Me refiero a esas romerías en familia, en grupo, como comunidad parroquial o incluso a título personal al santuario mariano de la propia comarca para poner a los pies de la Virgen sus necesidades, problemas y peticiones.
Todas las comarcas de la diócesis tienen algún santuario mariano importante. Sin ánimo de ser exhaustivo, se pueden recordar Las Viñas, en Aranda, La Vega, en el Tozo, Zorita, en Melgar, Manciles, en Lerma, etcétera. Generación tras generación los cristianos de esas comarcas han acudido a la Madre llenos de amor y confianza. Unas veces ha sido para cumplir un voto o una promesa; otras, para darle gracias por los beneficios dispensados; con mucha frecuencia, para suplicarle ayuda por una necesidad imperiosa ante la que nos sentimos impotentes. Esos santuarios han sido también un lugar especialísimo para encontrar la paz con Dios, con los demás y con nosotros mismos mediante el sacramento de la Penitencia. ¡Cuántas conversiones, cuántas vocaciones, cuántas cosas grandes se han fraguado en ellos!
Han cambiado mucho las sensibilidades y las situaciones y hoy se ha hecho menos frecuente que las familias vayan en romería a la Virgen de su tierra. Pero todavía hay familias y parroquias que durante el mes de mayo acuden al santuario de la zona para pasar un día en compañía de la Madre. Es una costumbre hermosa y simpática. No deberíamos dejarla caer, porque, si desaparece, perdemos una seña más de nuestra identidad y de nuestra historia. Debería estimularnos a conservarla y potenciarla el aprecio que sentía hacia esta manifestación el papa san Juan Pablo II, y el que siente el papa Francisco. ¿No nos dice nada que antes y después de sus viajes apostólicos acuda a la basílica de Santa María la Mayor para ponerlo en sus manos?
Este año tenemos un motivo especial para acudir en familia a estos santuarios. Estamos, en efecto, en el periodo de preparación inmediata al Sínodo sobre la familia, que se celebrará en Roma el próximo octubre. A nadie se le oculta que la familia está pasando un momento delicado y que necesitamos una ayuda especial de la Virgen para que los Pastores de la Iglesia acierten a ver caminos nuevos y eficaces para revitalizarla. La familia no es una realidad más en la vida de la Iglesia, sino que está en su núcleo. De ella depende, en grandísima medida, la nueva evangelización y el nuevo impulso misionero que hemos de dar a la acción pastoral de nuestras comunidades.
Me haría una gran ilusión que sean muchas las familias que acudan al santuario mariano de su comarca pidiendo por los frutos del Sínodo, y por las familias que están en dificultades, por las que han sufrido la quiebra de su unidad e indisolubilidad y por las nuevas que se formarán durante este año. ¡María siempre ha sido auxilio de los cristianos!