Fiestas populares marcadas por la fe
Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)
Estas semanas del calendario litúrgico de nuestra Iglesia local son especialmente pródigas en celebraciones populares en torno a diferentes advocaciones de la Virgen y de los santos. Si el domingo pasado era la capital la que celebraba la fiesta de San Lesmes, su patrón, a lo largo de estos días infinidad de pueblos de nuestra provincia o incluso barrios de nuestra capital, se han reunido o se reunirán para celebrar entre otros a San Antón, San Sebastián, Santa Inés, San Julián, Las Candelas, San Blas, Santa Águeda... Yo mismo he participado en algunas de estas celebraciones en las que he comprobado cómo la fe de nuestros mayores se encarnó en nuestra cultura burgalesa y se sigue transmitiendo de forma sencilla y popular.
Y es que, en torno a la celebración de estas advocaciones, se unen tradiciones culturales, sociales, folclóricas, o incluso gastronómicas, que visibilizan hasta qué punto la cultura cristiana ha impregnado el alma de nuestro pueblo por la fuerza de su Espíritu. Como nos recuerda el papa Francisco «en la piedad popular puede percibirse el modo en que la fe recibida se encarnó en una cultura y se sigue transmitiendo», porque « cuando en un pueblo se ha inculturado el Evangelio, en su proceso de transmisión cultural también transmite la fe de maneras siempre nuevas” (EG, 122,123).
Es hermoso, por tanto, poder celebrar cada año estas fiestas que ponen tanto calor en nuestro duro invierno burgalés. Ponen el calor de la fraternidad en torno a la fiesta que nos convoca. En una sociedad donde sufrimos en tantas ocasiones la “cultura de la indiferencia”, es bueno que nos reunamos para evocar nuestras raíces cristianas, descubrir las vinculaciones profundas que nos unen unos a otros y sentir orgullo de formar parte de un mismo pueblo. Y no solo sociológicamente, sino también eclesialmente. Cada una de estas celebraciones nos hace sentirnos parte activa de la Iglesia, sujetos protagonistas de la misma, y vincularnos más así con esta comunidad de discípulos misioneros que camina tras las huellas del único Maestro.
La celebración de estas fiestas pone también el calor de una fe celebrada en comunidad. Todas estas tradiciones, en el fondo, no son sino expresión de una honda piedad popular que es preciso cuidar y potenciar, porque contiene en sí una profunda fuerza evangelizadora que no podemos menospreciar. En la cultura secularizada en la que vivimos, que quiere privatizar el hecho religioso relegándolo al interior de la persona y de las conciencias, toda expresión popular de la fe manifiesta la innegable sed de Dios que anida en el corazón de cada persona y en el alma de los pueblos. Una sed que no se puede agotar únicamente por el camino del raciocinio en el que hemos encerrado muchas veces nuestra expresión de esa fe, sino que busca y necesita ser satisfecha a través del camino de lo simbólico que se vive en las celebraciones. Este camino no es, ni mucho menos, menos perfecto, sino que toma consciencia de la propia corporeidad del ser humano en el que los sentimientos y afectos son tan importantes que no solo no deben ser descuidados, sino que necesitan ser expresados.
Además, el ambiente festivo de la piedad popular nos ayuda a profundizar en la alegría de la fe y el sentido de filiación que está en la base de toda experiencia cristiana. La celebración de todas estas advocaciones nos estimula y nos ayuda a descubrirnos como hijos amados de Dios, a los que nuestro Padre cuida especialmente en sus dificultades y sobre los que envía su protección misericordiosa en todo tipo de necesidad. Detrás de cada expresión de esa piedad popular, anida la confianza profunda de la oración de los hermanos reunidos, que es siempre escuchada.
Os animo, pues, a seguir cultivando, cuidando y viviendo todas estas expresiones sencillas de la fe de nuestro pueblo. Y lo hago con la misma confianza y certeza con la que nos anima el papa Francisco cuando dice que: “las expresiones de la piedad popular tienen mucho que enseñarnos y, para quien sabe leerlas, son un lugar teológico al que debemos prestar atención, particularmente a la hora de pensar la nueva evangelización”, porque «son la manifestación de una vida teologal, animada por el Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones” (EG.125,126).