Por dignidad, nadie sin hogar
Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)
El último domingo del mes de noviembre que acabamos de comenzar, Cáritas realiza su Campaña de Personas sin hogar. En España se calcula que existen más de 40.000 personas sin hogar. Nuestros servicios diocesanos de Cáritas atendieron el año pasado a cerca de 1.500 personas. También la Casa de Acogida de las Hijas de la Caridad atiende a un número importante. Todos ellos padecen situaciones muy diversas y complejas: desde aquellos para los que su casa es la calle y viven vagando de ciudad en ciudad, siempre de paso, a aquellos con los que se está haciendo un proceso integral y, con el esfuerzo inestimable de voluntarios, se ayuda a reconstruir su vida y toda su red social. Yo mismo he podido conocer en primera persona esta hermosa tarea de acompañamiento y de dignificación de dichas personas. Junto a todos estos datos, hay que unir el escándalo que nos producen los desahucios y el número no pequeño de personas que, por distintas causas, sufren la amenaza de perder su vivienda.
Detrás de todas estas cifras se esconden historias diversas de personas concretas como nosotros. Situaciones que la vida ha maltratado por diferentes circunstancias: enfermedades, adicciones, desestructuración familiar, educación, fragilidad, vulnerabilidad de sus derechos... Desde luego que, cuando hablamos de personas sin hogar, nos estamos refiriendo a la situación que sufren no solo aquellos que están sin un techo: todos sabemos que el hogar es mucho más que la vivienda. Es un espacio físico que contribuye también a encontrar un sentido vital y a favorecer un conjunto de relaciones sociales que expresan seguridad y riqueza personal.
En un encuentro con personas sin hogar, el papa Francisco recordaba que el propio Jesús entró en este mundo como alguien que no tenía casa, comenzó su vida sin un techo. E invitaba a que, los que tenemos techo y hogar, nos hiciéramos esta pregunta: «¿Por qué estos hermanos nuestros están sin hogar, por qué estos hermanos nuestros no tienen techo?». Sin duda que, como él mismo respondía, «no hay ningún motivo de justificación social, moral o del tipo que sea para aceptar la falta de alojamiento. Son situaciones injustas, que Dios está sufriéndolas con nosotros y está viviéndolas a nuestro lado». Por eso, la clave para afrontar esta problemática es recuperar y profundizar en el quicio sobre el que se fundamenta toda la enseñanza social de la Iglesia: la dignidad de la persona. No se trata tanto de acabar con la pobreza, sino de proponer y contribuir a la construcción de una sociedad diferente más digna del ser humano, que ponga, de verdad, a la persona en el centro de su proyecto y vertebración. Es aquí donde realmente tenemos que reflexionar y trabajar, como el papa Francisco nos recuerda repetidamente: la crisis antropológica que está en la base de la crisis social que vivimos.
Ciertamente lo que está en juego detrás de cada persona que sufre el sinhogarismo es el respeto a su dignidad inviolable. Como personas que son, han de ser respetadas y valoradas como tales, como seres únicos e insustituibles, amados entrañablemente por Dios nuestro Padre. Y sólo en la medida en que reconozcamos su dignidad también nos dignificaremos personal y socialmente. Pero para crecer en la dignificación de estas personas, como nos invita la campaña de Cáritas, es preciso tomar mayor conciencia de su existencia y situación: si no nos acercamos a ellas, si las juzgamos o menospreciamos, si no las reconocemos, no podemos poner en valor la dignidad que nos une y nos iguala como seres humanos.
Es esa la tarea en la que trabajan hoy en nuestra diócesis tantas personas a las que quiero agradecer su tiempo, su esfuerzo, su amor. Son, sin duda, expresión de la misericordia de Dios que este año Jubilar hemos celebrado. Animo a fortalecer todas las iniciativas sociales y eclesiales que se vienen realizando en este campo. Igualmente, solicito el esfuerzo necesario de las Administraciones públicas para que se fortalezca el Estado de bienestar y se desarrollen políticas que pongan a las personas en el centro, apostando por el acceso efectivo de todos a los derechos humanos básicos. Y al mismo tiempo pidamos a Dios Padre nuestro - ‘la mano que nos sostiene y el techo que nos cobija’-, que mueva nuestros corazones para que no nos deje indiferentes la suerte de tantos hijos suyos y hermanos nuestros.