Los que han muerto en tu misericordia, Señor
Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)
Después de la solemnidad de Todos los Santos, la liturgia nos invita a conmemorar a los fieles difuntos. A la contemplación de cuantos ya han alcanzado la gloria de Dios, la Iglesia une el recuerdo de nuestros seres queridos, aquellos que nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz. En los próximos días les tendremos especialmente presentes. Visitaremos los camposantos o cementerios, les llevaremos flores y limpiaremos sus tumbas, rezaremos por ellos... Nuestra fe nos da la certeza de que podemos seguir haciendo el bien a aquellos que amamos, y ni siquiera la barrera del sepulcro nos puede impedir manifestarles nuestro amor.
Este año nos ofrece una ocasión especial para interiorizar la misericordia que Dios Padre tiene con todos sus hijos y para vivir las obras de misericordia: “enterrar a los muertos” y “rogar a Dios por los vivos y difuntos”. La tradición de la Iglesia ha exhortado siempre a orar por los difuntos. El fundamento de esta oración se encuentra en la comunión del Cuerpo místico. «La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos» (Lumen Gentium, 50). Incluso se ha querido dedicar un día especial en el año, el dos de noviembre, que llamamos el Día de los Fieles Difuntos. Yo mismo presidiré una Eucaristía el día 1, en el cementerio de Burgos, que ofreceremos por todos ellos.
La realidad de la fe nos invita a considerar todo, incluso la muerte, desde la victoria del Cristo pascual. Este aspecto es una dimensión creyente que, por motivos diversos, tenemos un poco olvidada e incluso la orillamos, salvo en momentos muy puntuales. En el credo, después de confesar el misterio pascual, afirmamos de Jesús resucitado que “de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos”. Por ello, hemos de ampliar y profundizar nuestra perspectiva para asumir un nuevo modo de responsabilidad ante el mundo y ante la historia, anunciando que la misericordia de Dios es eterna; que el Dios rico en misericordia quiere regalársenos para siempre. Ahora bien, presentar a un Dios de misericordia entrañable no ha de conducirnos a ofrecer respuestas meramente sentimentales o a ocultar el hecho de que, por pura sobreabundancia, nuestro Dios nos ha salvado en esperanza. Dios se toma muy en serio la propuesta de libertad que hace a cada ser humano. Así pues, hemos de plantearnos cómo anunciar alegre y esperanzadamente la oferta cristiana de la vida y de la muerte, y cómo significarla en funerales y entierros.
El Papa emérito, Benedicto XVI, preguntándose sobre dónde hemos de poner nuestra esperanza, decía: «el hombre es redimido por el amor... Cuando uno experimenta un gran amor en su vida, se trata de un momento de ‘redención’ que da un nuevo sentido a su existencia. Pero muy pronto se da cuenta también de que el amor que se le ha dado, por sí solo, no soluciona el problema de su vida. Es un amor frágil. Puede ser destruido por la muerte. El ser humano necesita un amor incondicionado». Y continuaba: «necesita esa certeza que le hace decir (que nada ni nadie) podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom 8). [Si existe este amor absoluto con su certeza absoluta, entonces –sólo entoncesel hombre es ‘redimido’, suceda lo que suceda en su caso particular. Esto es lo que se ha de entender cuando decimos que Jesucristo nos ha ‘redimido’.] Por medio de Él estamos seguros de Dios, de un Dios que no es una lejana ‘causa primera’ del mundo, porque su Hijo unigénito se ha hecho hombre y cada uno puede decir de Él: «Vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí’ (Gal 2,20)»].
Por ello, recordamos con esperanza firme a los difuntos en el altar de Dios. Pedimos que sean purificados en su debilidad y que puedan gozar la presencia misericordiosa y total de Dios en sus vidas glorificadas. En la principal oración que los cristianos celebramos, la Eucaristía, siempre imploramos por cuantos «duermen el sueño de la paz», por «todos los que han muerto en tu misericordia», por «cuantos murieron en tu amistad», por «los que murieron en la paz de Cristo»... «Admítelos a contemplar la luz de tu rostro» misericordioso; porque a todos ellos «confiamos a tu misericordia».
Os invito a seguir teniendo presentes a todos los difuntos, a rezar por aquellos de quienes nadie se acuerda, a acompañar con ternura a las personas en los procesos terminales, a apoyar a quienes han perdido a sus seres queridos. Hagamos nuestra la invitación del Papa Francisco: “la identidad cristiana, que es ese abrazo bautismal que nos dio de pequeños el Padre, nos hace anhelar, como hijos pródigos –y predilectos en María–, el otro abrazo, el del Padre misericordioso que nos espera en la gloria. Hacer que nuestro pueblo se sienta como en medio de estos dos abrazos es la dura pero hermosa tarea del que predica el Evangelio”.