Un Reino de misericordia y esperanza
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
«Es necesario que Cristo reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos como estrado de sus pies. El último enemigo en ser destruido será la muerte. Porque Dios ha sometido todas las cosas bajo sus pies» (1 Cor 15, 25-27). Al hilo de estas palabras con las que el apóstol de los gentiles anuncia la realeza de Jesús, que no es de este mundo (cf. Jn 18, 36), hoy, último domingo del año litúrgico y solemnidad de Cristo Rey, celebramos que Él es el verdadero rey que ha de inundar lo más profundo de nuestro corazón.
Un Reinado de humildad, amor y servicio, hecho profecía allí donde exista un solo grano de justicia, misericordia, santidad, gracia, amor y paz. Así, como dice la Escritura, «cuando todas las cosas le estén sujetas, entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a Él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos» (1 Cor 15, 28).
La realeza de Cristo no domina, sino que sirve; no decreta, sino que perdona. Libre del deseo de la fama, el reconocimiento y la gloria terrena, el mayor signo está en la Cruz, donde entregó su vida por amor, vilipendiado y maltratado hasta la extenuación.
Ahondando en cada una de las escenas de la vida de Jesús, es imposible tropezarse con un Hijo de Dios autosuficiente y vanidoso. Todo lo contrario: trata a cada discípulo como amigo, a cada amigo como hermano, a cada hermano como hijo de Dios y a cada hijo de Dios como a alguien inmensamente sagrado. Jesús no entiende de súbditos, de sumisos o de esclavos; su corona es de espinas, su única túnica es el manto de piedad y su reino eterno se escribe en el lenguaje del amor.
El Reinado de Cristo sólo puede hacerse presente si le hacemos un hueco en nuestra alma y dejamos que Él, sin más atributos que su pobreza y humildad, vaya enriqueciendo las estancias de nuestro vivir.
Permitámosle entrar en nuestra vida, en nuestra familia, en nuestro hogar, en nuestro ambiente; en todos los lugares donde falte un grano de mostaza que haga florecer un árbol colmado de aves del cielo (cf. Mt 13, 31-35), donde queden algunos trazos de una levadura que después será Pan para el mundo (cf. Lc, 13, 18-21), donde haya un tesoro escondido en el campo o una red barredera que abre sus brazos a todos sin ningún tipo de distinción (cf. Mt 13, 44-52) o donde quede quien guarde con pasión tres gotas del perfume más preciado para derramarlas sobre quien nos ha amado hasta el extremo.
«Nuestro tesoro es Cristo», decía san Josemaría Escrivá, y «no nos debe importar echar por la borda todo lo que sea estorbo, para poder seguirle; y la barca, sin ese lastre inútil, navegará derechamente hasta el puerto seguro del Amor de Dios» (Amigos de Dios, n. 254). No hay camino para el verdadero amor si prescindimos de Cristo, porque cuando Él reina en el corazón, lo libera de la maldad, de la envidia, de la hipocresía y de todo aquello que entristece la mirada de sus hermanos.
Esta fiesta de la Realeza de Jesucristo unifica cada uno de los pasos que hemos ido recorriendo a lo largo del año litúrgico. María, que está en medio de nosotros como la que sirve, nos muestra la corona de la cruz de su Hijo como un camino hacia la morada plena y definitiva. Una cruz que, si la hacemos nuestra, Ella transforma en un camino de amor.
Aunque el mundo no lo entienda, el mayor poder de la Realeza de Jesús radica en amar, con la fuerza del perdón y la misericordia, que hace nuevas todas las cosas. Abracemos ese sagrado mandamiento hasta amar como Él ama, con el corazón confiado en ese Reino de misericordia infinita que nace de la sangre y el agua que brotaron del costado de Jesucristo.
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.