El camino hacia la Vida Plena y Eterna
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
«Nuestra fe en Cristo nos asegura que Dios es nuestro Padre bueno que nos ha creado, pero además también tenemos la esperanza de que un día nos llamará a su presencia para «examinarnos sobre el mandamiento de la caridad»» (CIC n. 1020-1022). Comienzo esta carta con las palabras del Catecismo de la Iglesia Católica que, sin más horizonte que el amor entregado hasta el último de nuestros días, nos abren la puerta a la festividad que acabamos de celebrar: la solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de los Fieles difuntos.
¿Acaso existe promesa más bella que ver a Cristo cara a cara, llevar su nombre en la frente y no tener nunca necesidad de la luz de una lámpara, ni de la del sol porque Dios alumbrará nuestra vida con su sola presencia? (cf. Ap 22, 4-5).
La solemnidad de Todos los Santos que celebramos el día 1 pone nuestra mirada en el Cielo para recordar a todos los santos, tanto conocidos como desconocidos, que cuidan de nosotros, interceden por los que aún peregrinamos en esta Tierra y gozan de la felicidad eterna.
«La santidad es el rostro más bello de la Iglesia», revela el papa Francisco en su exhortación apostólica Gaudate et exultate. Una llamada que va dirigida a todos y cada uno de nosotros. Todos estamos llamados a la santidad, tal y como revela la Escritura: «Sed santos, porque yo soy santo» (1 P 1, 16). Y mientras estamos de paso por este mundo, teniendo siempre presente que hemos sido rescatados «con la preciosa sangre de Cristo, el cordero sin tacha ni defecto» (1 P 1, 18), hemos de ofrecer la propia vida como testimonio. Esta semilla ha de depositarse en la familia, en el trabajo, en la comunidad parroquial, en la universidad, en la atención a los pobres y enfermos, en las relaciones personales y en las ocupaciones de cada día. Y aunque esta opción de luchar por el bien común implique y exija, en ocasiones, renunciar a intereses personales, ¿quién podrá hacernos daño si nos empeñamos en hacer el bien? (cf. 1 P 3, 13).
Hemos de empezar por ahí, haciendo la voluntad de Dios en nuestra vida, dejando que la gracia de nuestro Bautismo bañe cada tesela que pisamos y fructifique con un amor inenarrable, como lo hizo en aquellos que ya gozan de la bienaventuranza eterna. Ellos nos marcan el camino, la heredad habitada, la vereda de la caridad. Nosotros, seguidores de la corriente de caridad y bondad fundamentadas en Cristo Jesús, tenemos que procurar ser santos de lo cotidiano, viviendo el amor en las cosas pequeñas, aceptando las limitaciones, luchando contra las injusticias, sembrando alegría y esperanza, y haciendo frente a los desafíos de lo ordinario.
Asimismo, la conmemoración de los fieles difuntos adquiere un valor profundamente humano y teológico, ya que abarca –en toda su plenitud– el misterio de la existencia humana. La muerte es un momento decisivo en la biografía personal y es la puerta hacia la plenitud y la eternidad.
Dice el Catecismo que, desde los primeros tiempos, «la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (cf. DS 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios» (CIC n. 1032). Por ello, este es, también, un día de fiesta en el Cielo y en la Tierra. En virtud de la comunión de los santos, la Iglesia encomienda los difuntos a la eterna misericordia de Dios.
Cristo venció a la muerte, y una muerte de Cruz. Y su misterio pascual (cf. Rm 8, 2) nos alienta, en un día como este, a donarnos en la vida cotidiana y a ofrecernos en el sacrificio de Cristo cada vez que celebramos la Eucaristía. De esta manera, si después de la muerte nuestros hermanos y nosotros necesitáramos ser purificados de nuestras fragilidades y pecados, podremos de una vez para siempre vivir eternamente con Cristo, ser abrazados in aeternum por el Padre y vivir una comunión plena con quienes el amor anudó para siempre a nuestro corazón ya aquí en la tierra.
Todo es posible para Dios (cf. Mt 19, 26) y, también, cuando intercede nuestra Madre. Ponemos en las manos compasivas de María, modelo de santidad, caridad y esperanza, a los fieles difuntos, y nos encomendamos a los santos para que su ejemplo perpetúe en nuestros corazones un deseo imborrable: «Dios quiere que todos los hombres se salven» (1 Tm , 4) para ser «todo en todos» (1 Co 15, 28) por toda la eternidad.