La sucesión apostólica, fundamento de comunión
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
Ayer, 29 de junio, celebramos la solemnidad de san Pedro y san Pablo: columnas de la fe cristiana, apóstoles y testigos de Jesucristo. En Burgos los conmemoramos con agradecimiento durante unas fiestas que unen a la ciudad en alegría y fraternidad.
Merced a la fe de estos apóstoles, la entrega de ambos les llevó a dar su propia vida por el Señor. Del mismo modo, ahora, nos impulsa a nosotros a recordar que en los ojos de Jesús de Nazaret está presente el Hijo de Dios vivo.
San Pedro y san Pablo encontraron en Cristo el camino de la liberación; Él rompió las cadenas que los oprimirían y en Él descubrieron una manera nueva de amar, de entregarse, de donar su propia existencia a favor de un mundo que vive encadenado a su propio yo.
«Solo una Iglesia libre es una Iglesia creíble», confesó el Papa Francisco durante la fiesta de estos «gigantes de la fe» celebrada en la Basílica Vaticana, en el año 2021. En su homilía, el Santo Padre invitó a «observar de cerca» a estos dos apóstoles del Señor, quienes «pusieron al centro de sus historias el encuentro con Cristo», que cambió sus vidas «experimentando un amor que los sanó y los liberó». Y no lo hicieron por sus propias capacidades, sino porque les capacitaba Alguien mucho mayor, un sentir que lo sobrepasaba todo gracias al amor incondicional de Jesús.
En este sentido, rememoramos que Pedro y Pablo fueron libres porque fueron liberados. Y ese ejemplo, ante la tentación de abandonarlo todo cuando nos cueste encontrar el sentido a nuestra fe, nos alienta a luchar por la libertad auténtica, a mirar con coraje nuestra propia debilidad y a acompañar al Señor Jesús en el camino de la Cruz.
Ellos, apóstoles y mártires, cuya fiesta celebramos ayer en Burgos de modo singular, nos recuerdan que el destino final de nuestras vidas es la Pascua. Pero, para ello, hemos de atravesar el sendero de la Cuaresma hasta que Cristo pueda abrirnos las puertas del Cielo. El sepulcro vacío es la señal de nuestra liberación, a pesar de nuestras dudas, incoherencias y fragilidades: «Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe» (1 Cor 15, 14). Sólo así, iluminados por el apóstol de los gentiles, entenderemos que «Dios eligió lo débil del mundo para confundir a los fuertes» (1 Co 1, 27).
Estos testigos de Jesucristo nos llevan, también, a un tema muy importante: la sucesión apostólica en la Iglesia. Este principio de comunión y fraternidad nos une directamente con los apóstoles de Jesucristo, a través de un vínculo irrompible e ininterrumpido que nació hace más de dos mil años.
Si los apóstoles fueron enviados por el Señor a llevar el Evangelio a todas las naciones, para que llevasen la salvación hasta el fin de la tierra (cf. Hch 13, 47), ellos ordenaron a otros obispos para que les sucedieran. De este modo, la Iglesia mantiene la comunión de fe que nació hace tantos años, con la misión de hacer presente el Reino de Dios.
La Iglesia está establecida sobre el fundamento de los Apóstoles y en la piedra angular que es Cristo Jesús: «En el que todo el edificio, perfectamente ensamblado, se levanta para convertirse en un templo consagrado al Señor; por él también vosotros estáis integrados en el edificio, para ser mediante el espíritu morada de Dios» (Ef 2, 21-22).
Esta apostolicidad está vinculada a la sucesión apostólica ministerial, que «es una estructura eclesial inalienable al servicio de todos los cristianos», tal y como reza el documento La apostolicidad de la Iglesia y la sucesión apostólica (1, 3) de la Comisión Teológica Internacional. Teniendo en cuenta esta consideración tan importante que se escribió en 1973, hemos de recordar que «la función de este ministerio es esencial para cada generación de cristianos» y ha de ser transmitido, a partir de los apóstoles, mediante una «sucesión ininterrumpida».
Con María y junto a san Pedro y san Pablo, rezamos para que toda la Iglesia, que es el Cuerpo Místico de Cristo, el Pueblo de Dios y Templo del Espíritu Santo, esté unida, sin grietas y sin fracturas que rompan la comunión. Permanezcamos firmes en la fe, de manera que todo lo podamos en Aquel que nos fortalece, para que –pase lo que pase– nada pueda separarnos de su amor (cf. Rm 8, 35-39).
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga