Pascua del Enfermo: donde ninguna lágrima se pierde para Dios
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, sexto domingo del tiempo pascual, celebramos la Pascua del Enfermo y revestimos nuestro corazón de misericordia para orar con y por aquellos que están atravesando el arduo camino de la enfermedad.
Este día, además, concluimos la Campaña del Enfermo que ha ido colmando de esperanza una delicada prueba que, tantas y tantas veces, se instala en el alma dolorida de esos hermanos nuestros, santos de andar por casa y de la puerta de al lado, que experimentan sentimientos de miedo, incertidumbre o desánimo.
Convertiré su tristeza en gozo, los alegraré y aliviaré sus penas (Jer 31, 13), reza el lema de esta jornada, que pone fin a la Campaña del Enfermo. Campaña que, como señalan en su mensaje los obispos de la Subcomisión Episcopal para la Acción Caritativa y Social, vivimos «en el contexto de la preparación del jubileo de 2025» y que se fundamenta en la oración y en la confianza como elementos claves que «nos abren a la esperanza que permite no sucumbir ante la tristeza y el sufrimiento».
Al mismo tiempo, los obispos destacan que «como Cristo está delante del rostro de Dios y pide por mí, así cada uno presentamos delante de Dios a los enfermos». Y si no vivimos nuestra fe desde esta certeza, ¿cómo podremos decir que somos el reflejo vivo de la mirada del Señor?
Los cristianos estamos llamados a amar al prójimo, a ese sentir samaritano que nunca pasa de moda, a vivir este mandamiento que el Señor pide a los discípulos y que tiene una concreción especial en los más débiles y necesitados. Y no podemos creer de otra manera: o somos samaritanos o no comprendemos el fundamento del seguimiento de Jesús muerto y resucitado, esperanza y vida de la humanidad sufriente.
Pero no basta únicamente con curar; hay que cuidar, acompañar, aliviar, estar dispuesto a salir al paso del que sufre y consolarle en sus momentos más difíciles. Sin tiempos que imposibiliten el amor donado, sin excusas de poco valor humano, sin barreras germinadas en arenas movedizas. Porque el amor verdadero no entra en consideraciones de si el hermano que sufre proviene de un lugar u otro, de una coincidencia de ideas o de formas similares de pensar; porque amor con amor se paga, y quien está al otro lado de la puerta pidiendo ayuda es, por encima de todo, mi hermano.
¿Acaso alguno de nosotros no tiene alguna herida en su cuerpo o en su espíritu? Y si nos encontramos en una situación de necesidad, incertidumbre o desesperación, ¿no querríamos encontrar una mano que calmase nuestro sufrir?
Al hilo de este sentir, recordamos las palabras que el Papa Benedicto XVI afirmó en un discurso a los participantes de la Conferencia Internacional del Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud en noviembre de 2012, donde –haciendo alusión a los enfermos– elogió su «testimonio silencioso» como «signo eficaz e instrumento de evangelización» para sus cuidadores y familias. Teniendo la certeza de que «ninguna lágrima, ni de quien sufre ni de quien está a su lado, se pierde delante de Dios», manifestó que son «los hermanos de Cristo paciente» y, con Él salvan al mundo.
Reconozcamos el rostro de Cristo en quienes sufren y permitamos, como revela el Papa Francisco en Evangelii gaudium (n. 6), que la alegría de la fe se despierte «como una secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias». Hagámoslo y seamos fuente de fortaleza y esperanza que, en la debilidad, la zozobra y la enfermedad, ofrece en nombre de Cristo una mano amiga que trate con amor y paciencia.
Con María, que custodió en sus entrañas al Hijo de Dios, estamos llamados a vivir de modo cotidiano la caridad en el cuidado de los enfermos y los necesitados. Que Ella, Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza, nos enseñe a ser sensibles ante todo sufrimiento y a servirles con corazón generoso.
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.