Dar de comer al hambriento
Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)
Acabamos de comenzar la Cuaresma en este año jubilar de la misericordia. Es el tiempo de acoger de manera especial la misericordia de Dios porque es el tiempo más propicio para la conversión y el perdón; lo es, en consecuencia, para ser misericordiosos con todos como lo es con nosotros nuestro Padre Celestial. La Cuaresma que está muy relacionada con la conversión personal y comunitaria, con la contemplación del misterio del amor de Cristo derramado en la Cruz, con las prácticas de la oración, del ayuno y de la limosna, tiene en esta ocasión el acento especial de la misericordia, que hoy quiero concretar en una de las obras en las que vamos profundizando a lo largo de este año: “dar de comer al hambriento”.
Y, en este contexto, recibimos la invitación de Manos Unidas que hoy, como todos los años el segundo domingo de febrero, nos presenta ante nuestros ojos y nuestro corazón el terrible drama del hambre en el mundo. Hago mías las palabras del Papa Francisco en su discurso a la FAO en las que señaló que hoy “es un escándalo que todavía haya hambre y malnutrición en el mundo. Esto nunca puede ser considerado un hecho normal al que hay que acostumbrarse, como si formara parte del sistema”.
En efecto, la realidad del hambre y de la miseria ha de golpearnos para que despertemos de nuestro tozudo letargo en el que nos sumerge esta cultura de la indiferencia en la que nos movemos. Hoy sigue habiendo más de 800 millones de hermanos nuestros que carecen de los medios necesarios para su más básico desarrollo. Y, tal y como nos dicen las estadísticas, el hambre sigue aumentando y afectando gravemente a la paz y a la estabilidad de nuestra casa común. No son fríos números o cifras: son seres humanos como nosotros, con la misma dignidad, a los que tenemos que arropar con la cercanía y la solidaridad que nos permite el ponerlos rostros, nombres y sentimientos.
Este escándalo lo es aún más cuando sabemos que hoy existe suficiente comida en el mundo para alimentar a todos los que vivimos en nuestro planeta. Las razones de esta sangrante realidad hay que buscarlas, pues, en otros factores sobre los que habría que actuar: la mala distribución de los alimentos y de los recursos, los modelos productivos insostenibles basados únicamente en el beneficio, nuestros propios estilos de vida y de consumo, la irresponsabilidad política nacional e internacional... De ahí que no nos podamos conformar únicamente, para la resolución del problema, con nuestro necesario donativo generoso. Es necesario hacer más.
La Iglesia nos ha invitado a afrontar el problema en un contexto mucho más amplio que abandone el asistencialismo para vivir, desde la justicia, la urgente y necesaria caridad que ha de caracterizar la vida del cristiano. Por ello, nos recuerda algunas pistas sobre las que debiéramos profundizar.
Una de ellas tiene una clave ética y consiste en hacer nuestro un principio de la doctrina social de la Iglesia que hoy se hace fundamental: el destino universal de los bienes. En efecto, Dios ha creado todas las cosas para que todos los seres humanos disfrutemos de ellas, para que los hombres tengamos lo necesario para desarrollarnos como personas. No podemos obviar que el olvido de este principio y de sus consecuencias está en la base del escándalo del hambre.
Otra tiene una vertiente político-económica, que roza con lo cultural: se trata de tomar conciencia de que la solución al hambre no está únicamente en el crecimiento económico basado solamente en el mercado. Como nos recuerda el Papa en su última encíclica, el puro crecimiento económico no resuelve por sí mismo los problemas de la miseria, si no va unido a una reflexión sobre su orientación, fines y sentido. Desde aquí quiero agradecer y alentar el trabajo de tantas personas y organizaciones, como Manos Unidas, que trabajan por esa transformación estructural que acabe con el hambre en el mundo.
Una tercera pasa por el cambio en los propios estilos de vida: el hambre tiene mucho que ver con un superdesarrollo derrochador y consumista. Por eso, solo desde la austeridad podremos vivir eficazmente el camino de la solidaridad que la Iglesia ha presentado desde siempre en las obras de misericordia. Hoy os invito particularmente a todos vosotros, como fruto del tiempo cuaresmal y de nuestras prácticas de ayuno, a “dar de comer al hambriento”. Como nos recuerda el Evangelio, “lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos, conmigo lo hicisteis”.